Del mito edulcorado a la movida anti Che
Por Pablo Mendelevich
Enfoques La Nación¿Alguien puede imaginarse al Che Guevara abuelo? Si hubiera salido ileso de su precaria incursión boliviana y en la hipótesis de que en las décadas siguientes ni otras balas ni el asma se hubieran interpuesto fatalmente en su camino, el argentino-cubano Ernesto Guevara Lynch de la Serna acaso luciría hoy, en guayabera, con tantas arrugas como Gabriel García Márquez. Aunque quién sabe con qué prestigio y con qué dosaje de marxismo en sangre. Ambos nacieron en 1928, cuando Fidel Castro ya caminaba (y había comenzado a hablar). Pero lo verdaderamente difícil es imaginar el mundo -en sentido literal: una manifestación iracunda en Trípoli, una protesta universitaria en Varsovia, el piquete de un grupo trotskista en Plaza de Mayo, las paredes del dormitorio fucsia de una modelo adolescente en Sidney, un homicida tatuado que espera en Tennessee la hora de la silla eléctrica, el comercial de un cero kilómetro en Francia, el brazo derecho de Maradona, la barriga de Myke Tyson- sin el rostro del Che. El Che multiplicado por cientos de millones según la legendaria foto tomada por Alberto Korda, dicen que la imagen más reproducida de la historia, logotipo de la rebeldía. Un legado que, urbi et orbi, los militantes revolucionarios del siglo XXI, ya fueran fotocopiadores herbívoros de un centro de estudiantes al paso o nuevos usuarios de la vieja tecnología Molotov, aceptan compartir -esto es lo más curioso-con los decoradores de interiores.
Todo mito popular, se sabe, gana vigor si está asentado sobre una muerte temprana –lo único más injusto que la muerte misma–, según lo atestiguan los breves 33 años de Evita (y de Jesús), los 44 de Gardel y los 39 del Che Guevara. Así como los idealizadores montoneros de Eva Perón informaban sobre lo que ella sería “si vivera”, así como el mayor pensamiento metafísico argentino consiste en prefigurar un Gardel de ultratumba que cada día canta mejor, el Che Guevara bien podría pasar por la prueba contrafáctica de confrontarse con las inexistencias de la URSS, del Muro de Berlín y de la prosperidad cubana. Pero no pasa. Es un ejercicio que sus adoradores –valga la carga religiosa del término– han eludido. Dirán muchos que por el ingrediente griego del mito, lo insustituible del acto de morir por los ideales para componer, acabado, el héroe íntegro. Desengañados como Régis Debray, quien participó en la campaña boliviana y luego pasó cuatro años preso, en cambio, se subirán al amplio grupo de los que sólo consiguen explicarse el empecinamiento de abrir una sucursal de Sierra Maestra en Bolivia como una especie de suicidio individual, ciertamente descortés con los compañeros de lucha. Biógrafos poco condescendientes como Jorge Castañeda, ex canciller de México, sostendrán la tesis de que el Che quería instalar su guerrilla en la Argentina, pero Fidel Castro boicoteó ese proyecto y lo empujó a Bolivia, donde montó una empresa militar a ciegas. Nada bueno sobre la última revolución fallida de Guevara (la anterior fue en el Congo) está bajo debate: la duda de los historiadores se refiere a las dosis de impericia propia y conspiración castrista.
Que la muerte tuvo un papel central en todo esto no sólo lo demostró la CIA, cuando hace 40 años se tomó 24 horas para evaluar cuál era la condición biológica menos onerosa para Estados Unidos de esa celebridad internacional que los militares bolivianos acababan de capturar. El general retirado Gary Prado, quien en 1967 era capitán del ejército boliviano y estuvo al mando de la compañía que cercó y apresó a Guevara, declaró a la BBC tres años atrás: “El Che que yo conocí no es el Che del mito y de la leyenda. Era un hombre que daba pena. Daba pena verlo. No inspiraba ni admiración ni respeto. Era un hombre capturado, derrotado. Esa es la realidad”.
Mutaciones de un ícono Es un tema el del Che y el significado de la muerte heroica que, en cuanto a sus efectos argentinos, Pablo Giussani analizó con detalle en su libro Montoneros, la soberbia armada. Se habla allí de la promoción de la revolución cubana como modelo universal: “Millares, digo millares de jóvenes latinoamericanos fueron arrojados a la muerte durante los últimos veinte años al servicio de esta monumental distorsión, como un tributo pagado en sangre al narcisismo revolucionario de La Habana. Con este rito sacrificial empalma la religión montonera del heroísmo, de la violencia sacramentalizada, de la muerte purificadora, ingredientes de un elitismo militar convertido en fuente de una conducción política estratificante”.
Lo cierto es que los adoradores del Che mutaron, no son los mismos. Primero su epopeya fue descripta sin fisuras por la historiografía cubanay por el marxismo foquista (para los partidos comunistas, incluidos el boliviano, que le dio la espalda tanto como los campesinos, y también el argentino, el Che recién muerto era una incomodidad). Luego las izquierdas moderadas comprendieron que podían reconocer la figura épica –mucha alternativa ya no tenían– sin asumirse como guevaristas. Con la depreciación ideológica aparecieron quienes recortaron las prestaciones militares, políticas y administrativas del guerrillero –incluida su responsabilidad en fusilamientos al por mayor– para estandarizarlo como gran luchador romántico, quintaesencia del idealismo.
Y finalmente ganaron su espacio los fabricantes de remeras estampadas, nobles mercaderes cuya capacidad de análisis político probablemente no alcance para saber por qué la demanda persiste ad infinitum sobre todos los talles. Dice Kevin Johansen en una de sus últimas canciones: “Todos se compran la remerita del Che/ sin saber quién fue/ su nombre y su cara no paran de vender/ parece Mc Guevaras o Che Donalds/ parece Mc Guevaras o Che Donalds”.
Ahora mismo el Che Guevara acaba de competir en el primer enfrentamiento del programa televisivo El Gen Argentino, en el que las celebridades del pasado corren unas contra otras fingiendo que las causas, las épocas y las geografías eran meros decorados de la Historia. Pues bien, cualquiera fuese el significado de ganar allí, el que picó en punta, votado por un público probablemente poco dispuesto a mejorar las magras marcas electorales de la izquierda argentina, fue el Che: sacó 59,2 por ciento.
Ninguna novedad: a medida que el mito se fue expandiendo, el personaje real se fue lavando. Sólo sorprende, en el caso de Guevara, lo extremista de sus recorridos. Primero, sus cuatro décadas al filo. Asma y habano. De rugbier de San Isidro y trotamundos de clase alta desvencijada a ideólogo y autor marxista; de humanista que recomendaba “endurecerse sin perder jamás la ternura” al hombre que, según el biógrafo Jon Lee Anderson, fue “la mano dura de la guerrilla, un hombre que no titubeó en el momento de ajusticiar traidores y estuvo en la primera línea de fuego”.
Y lo extremista de las cuatro décadas que lleva muerto. De temible enemigo del capitalismo a protagonista del inofensivo negocio mundial de la esfigie, los pósters, los llaveros, las películas, los libros, los circuitos turísticos de su ruta boliviana, las marcas (de más está aclarar que el jabón en polvo “Che” no recomienda en su envase “crear dos, tres, muchos Vietnam” sino que promete un lavado mucho más blanco).
Parecía que estaba todo dicho, que los papeles estaban bien repartidos. Cuba con su prócer impoluto. El remerismo expandido por los cinco continentes. Unos cuantos historiadores deslumbrados por el personaje, otros tantos dispuestos a encontrarle tibios matices y otros –por radical diferencia ideológica o porque no están dispuestos a justificar cualquier desliz con la excusa del aire de la época– ferozmente críticos.
Parecía que el Che de carne y hueso había quedado sepultado por la vacuidad de su propia mitología cuando, en 1997, aparecieron, justamente, los restos óseos. Hallazgo que no lo desendiosó –mucho menos en Cuba, donde el culto al Che también cumple ahora cuatro décadas al servicio de ahuyentar la versión de la pelea con Castro–, sino que vino una nueva partida de “productos” culturales y textiles chemaníacos que desprendió una ola contraria, la ola anti Che. También con el negocio de las remeritas y los mismos íconos gráficos pero resignificados. En contra, por supuesto. Era lo que faltaba.
Alvaro Vargas Llosa, según sus críticos uno de los más puntiagudos emergentes de este revisionismo, escribió que el renacimiento de la marca, para él empujado sobre todo por la película Diarios de motocicleta, sucedió años después del “colapso político e ideológico de todo lo que Guevara representaba”. El hijo del más famoso escritor peruano juntó en “La máquina de matar.
El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista” –un extenso artículo publicado en The New Republic– buena cantidad de referencias de Guevara a la muerte (el comandante habló en su “Mensaje a la Tricontinental”, por ejemplo, de “odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”) con el relato pormenorizado de los fusilamientos ordenados por él en La Cabaña. El resultado fue demoledor.
Aun así, para bien o para mal, es evidente que Guevara logró trasponer el cerco ideológico. Como dice uno de sus biógrafos locales, Mario Pacho O’Donnell, “la adhesión al Che no pasa por la adhesión a sus ideas políticas sino por lo que simboliza: principismo, ética, utopía; valores hoy escasos”.
Una miríada de voces anti Che seguramente preguntaría: ¿qué valores, los de la muerte? Otra miríada de voces más militante podría cuestionar qué valores hay en el remerismo, en la conversión de un ícono de la guerrilla en mero objeto de consumo. Acaso estas voces sigan siendo irreconciliables mientras perduren los odios y amores que el mito de Guevara despierta desde hace 40 años.