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Fantasías de industria argentina
Por Silvia Hopenhayn
para LA NACION
Desde hace varios siglos, la ficción ha dado cuenta de que la realidad puede llegar a ser un invento. Con mayor o menor elocuencia, los autores excavan túneles para escapar de la aparente rigidez del tiempo o de la constricción del espacio, en busca de nuevas dimensiones. Algunos han encontrado maravillas, como Lewis Carroll del otro lado del espejo, o Ursula K. Le Guin en Terramar. Otros alcanzan el horror, como Poe en la celda de castigo de la inquisición (El pozo y el péndulo) o Lovecraft a través del terror cósmico de Cthulhu.
En la literatura juvenil, este empeño por atravesar lo cotidiano en busca de otras realidades es muy frecuente. En Las crónicas de Narnia, se realiza a través de un ropero; en El señor de los anillos, Tolkien rescata del pasado un período ficticio, y Harry Potter vive en un mundo mágico paralelo.
Aunque lo parecen, tales fantasías juveniles no son patrimonio de los anglosajones; no hace falta ir tan lejos para cruzar la línea de la realidad. Liliana Bodoc, escritora mendocina, preparó una poción poética bastante fuerte, para convertir la fantasía en tierra propicia para la mitología precolombina con resabios de la tradición céltica. Su Saga de los confines, una trilogía compuesta por Los días del venado, Los días de la sombra y Los días del fuego, tres novelas de gran éxito y varios premios, lo confirma. Las Tierras Fértiles son, precisamente, su territorio de ficción en el que reinventa la Conquista y dispone criaturas tan candorosas como irascibles.
En su última novela, sin embargo, promueve un espacio más cercano: el que se gesta en pleno día y en medio de la calle, cuando la realidad se angosta y comienza el túnel de la pubertad. En El mapa imposible (título del libro), tres amigos, dos varones y una niña, están en el umbral de la adolescencia, y toda coordenada comienza a tambalear. La urgencia por darle forma al devenir los lleva a buscar escondites que suelen tener pasadizos hacia lo imprevisto. Porque de eso se trata el mapa imposible: de un lugar al cual no se sabe cómo se llega, pero en el que uno de pronto aparece. De allí que la casualidad se convierta en una simpática aliada para aquellos que saben servirse del absurdo cotidiano.
En un pie de página, se lo describe así: “El mapa imposible será, cuando logre serlo, una matriz dinámica de relaciones espacio temporales. Vale decir, un conjunto de datos y fórmulas que difícilmente puedan graficarse en su totalidad”. Juntos, los tres amigos de la novela van escribiendo en cuadernos a rayas el “Diario de los exploradores”, testimonio de dichos pasajes abruptos al más acá. En un momento, unos jóvenes rebeldes los previenen: “Esto es una trinchera… y un espejo… Una trinchera con música… un espejo que nos deforma… A veces nos deforma… y otras veces no… Para ser uno de los nuestros hay que saber pelear con uno mismo… Para ser uno de los nuestros hay que atravesar descalzos las cenizas de la infancia”. En pocas palabras: el mapa imposible de la adolescencia, momento en el que no cabe más que inventar la realidad, porque todo parece esfumarse.
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