- HAY QUE CURARSE -

Un sistema de partidos enfermos
Los estudios iniciados por el Ministerio del Interior con miras a una reforma política vinculada con el sistema de partidos y el régimen electoral merecen la atención ciudadana.
Es de destacar que tal trabajo ha comenzado con una modesta pero no por eso poco auspiciosa exploración del pensamiento al respecto, en agrupaciones de la constelación opositora.
Para dos gobiernos de una misma matriz que se han encerrado en sí mismos en estos años y habían renunciado a la civilizada manifestación del diálogo con arrogancia inexplicable, el haber instruido a la directora nacional de Asuntos Políticos y Reforma Política para que tomara contacto con dirigentes de oposición debe considerarse un llamativo paso en la buena senda.
Como es natural, los antecedentes gubernamentales en la materia fuerzan a tomar con cautela cualquier apreciación anticipada sobre el destino final de los estudios iniciados y de lo que puedan significar como cambio valioso en cuanto al comportamiento del oficialismo.
Más aún, es inimaginable que una reforma política de la magnitud que se requiere pueda realizarse soslayando la participación activa del ministro del Interior, de las principales autoridades del Partido Justicialista y de los jefes de la oposición. No son cuestiones para dejar libradas todo el tiempo a segundas líneas de gobierno ni tampoco a niveles secundarios de las agrupaciones políticas.
Un país con 700 partidos es un país excéntrico, por decir lo menos. Esa fragmentación desmesurada en nada asegura el pluralismo que cabe esperar como expresión de sentimientos democráticos generosos y auténticos. Dicha cifra, extraordinaria en cualquier parte del mundo e inclusiva de más de 40 partidos con reconocimiento nacional, es la resultante de la laxitud extrema del sistema en vigor.
Aunque parezca mentira, un fenómeno de tal dimensión está fundado no en la inverosímil diversidad de ideas que pueda campear en la ciudadanía argentina, sino en una caudalosa e insumergible picaresca entrenada en obtener con ardides provechos personales de las arcas del Estado. A costa de éste funcionan, en efecto, remedos de partidos que constituyen, en realidad, cajas recaudadoras de verdaderas empresas familiares, como se comprueba con la coincidencia entre el domicilio de sus autoridades y el de organizaciones con personería para actuar en competencias electorales.
Cualquier sociedad comercial de mínima entidad está sometida a controles periódicos mucho más exhaustivos que no pocos partidos que llegan a los comicios ofreciéndose al mejor postor y salen de ellos beneficiados con aportes del Estado a su turbio desenvolvimiento. El desmadre ha sido total en los últimos tiempos.
Han llegado ahora de parte del gobierno y, con argumentos no menos severos, desde partidos de la oposición, opiniones en el sentido de que esta situación es insostenible.
Claro que en los dirigentes de partidos mayoritarios, empezando por los del oficialismo, se impone una severa autocrítica. Es imprescindible preguntarse si esa multiplicidad de fuerzas políticas no obedece en parte a la falta de democracia interna en el partido gobernante y en otros de distintas extracciones ideológicas. No está de más recordar que la única vez que el justicialismo celebró elecciones internas para designar a su candidato presidencial fue en 1988, cuando Carlos Menem y Antonio Cafiero disputaron ese lugar.
Cabe apoyar la necesidad de un cambio, que debería formalizarse, a más tardar, en algún momento del año en curso a fin de que tenga efectos prácticos en los comicios de 2009.
No hay síntomas, por fortuna, de que la ciudadanía prefiera otro sistema para regir sus destinos que el de la democracia republicana consagrada por la Constitución nacional, mas no puede dejar de llamar la atención el hecho de que en los grandes centros urbanos -la ciudad de Buenos Aires, el Gran Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Santa Fe- alrededor del 70 por ciento de las autoridades de mesa defeccionen del cumplimiento de la carga pública asignada. No sirven de aliciente para evitarlo siquiera los estipendios puestos a disposición de aquéllas por el erario.
Las últimas elecciones nacionales han resultado afectadas por escándalos desconocidos en el pasado. ¿Qué ocurrirá en el país, si no se arbitran nuevas medidas para garantizar la limpieza de los procesos electorales, el día que haya comicios que resulten ser de paridad entre las principales fuerzas contendientes? El sistema hace agua por donde se lo mire: el escrutinio provisional corre por cuenta del Correo y de una empresa privada especializada en estas cuestiones, y apenas con una cierta participación formal del Ministerio del Interior, pero en los hechos se desarrolla sin control suficiente para el interés general.
¿Hemos olvidado lo ocurrido en Córdoba el año último? Si las cosas siguen así, ¿cómo podría desmontarse al cabo de comicios presidenciales reñidos un cierto estado de opinión creado con arbitrarias informaciones sobre la marcha de los votos escrutados? Se trata de preguntas de tanta relevancia como las que proyecta el absurdo de un régimen de partidos con mecanismos muy flexibles (excesivamente flexibles) para su constitución y probanza de afiliaciones, pero muy complejos (excesivamente complejos) cuando se trata de asentar las bajas de los afiliados.
Tómese como ejemplo que un ciudadano inscripto en un partido político en el interior de la provincia de Buenos Aires y que quiera desafiliarse debe hacer constar, primero, la voluntad ante las autoridades partidarias del lugar y luego, viajar a La Plata a fin de notificar la decisión a las autoridades de la justicia electoral. ¿Quién está en condiciones de cumplir con tales requerimientos?
Urge, entre otros remedios de sano criterio, racionalizar el régimen de constitución de partidos políticos, como también es indispensable que se profundice la democracia interna en todas estas agrupaciones.
En suma, estamos ante un asunto de relevancia para la salud política del país. Al fin y al cabo, por algo las cuestiones electorales han quedado -¡al menos ellas!- fuera del alcance discrecional de los decretos de necesidad y urgencia de los que los gobiernos vienen haciendo uso y abuso.
Tienen aquí los legisladores nacionales la oportunidad de demostrar que no han resignado del todo las responsabilidades que emergen de la representación popular de la que están investidos y de las que deberán rendir cuentas algún día de acuerdo con las previsiones de la Constitución nacional.
Con un sistema de partidos enfermo, nunca habrá una democracia sana.
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