Blog de interés cultural, social y comunicacional. Site dedicado a la difusión de las artes y espectáculos. Pensamientos del colectivo imaginario. Reflexión sobre temas cotidianos. Una manera de proponer ideas para una Argentina mejor, comprometida con su gente, su pasado, presente y futuro. - EL OJO PARLANTE - Copyright © TM 2005 - 2008 - R.A.Carrasquet - Ciudad Autónoma de la Santísima Trinidad - Puerto de Santa María de los Buenos Aires - Sudamérica - República Argentina -

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11.10.07

- LA HIPER -



De nuevo el fantasma

Por Julio María Sanguinetti
Para LA NACION
Caricatura: Huadi




Luego de las tremendas hiperinflaciones de fines de la década del 80, que tanta penuria causaron en América latina, los últimos años han mostrado una evolución de precios muy razonable, acompasada a una etapa de crecimiento económico generalizado. Los precios internacionales alcanzaron los mejores niveles históricos y, como consecuencia, los cuatro años que fueron de 2003 a 2006 registraron una mejoría en el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y el aumento en la oferta de empleo.

La vida nos sonreía, por fin. La globalización mostraba su rostro amable. Podíamos crecer y distribuir el ingreso a la vez, esa conjugación siempre tan esquiva. El famoso deterioro de los términos de intercambio, que Prebisch ubicó como el gran factor de anclaje en el subdesarrollo, se revertía de un modo que no parecía tener parangón. Nunca habían valido tanto las materias primas y los alimentos con relación a los productos tradicionales de importación (maquinarias, equipos, productos químicos). El petróleo, naturalmente, jugaba y juega de modo dispar para quienes lo venden a precio de oro o para quienes se ven obligados a comprarlo, pero éstos, a su vez, normalmente han compensado esa suba con la de las exportaciones agrícolas o minerales.

En medio de esa bonanza, que aún disfrutamos, ha asomado nuevamente el eterno convidado de piedra, el viejo fantasma que condenó a la amargura a tantos países, en aquellos años en que la democratización del continente abría nuevos horizontes a la vida política: la inflación.

De inmediato afloraron, una vez más, las teorías que hablan de inflación por exceso de demanda, o de la inflación de costos, o de la inflación estructural. Unos abroquelados en Keynes, otros en Friedman, sin que falten –por supuesto– los que continúan vituperando al Fondo Monetario, pese a que nunca ha sido menos protagonista en las decisiones del hemisferio.

No soy economista y, en consecuencia, poco o nada puedo aportar al debate teórico. Pero muchos años de experiencia me han permitido vivir períodos de inflación, de hiperinflación, de congelamiento de precios, de planes de estabilización basados en anclar el tipo de cambio y mil y una posibilidades más.

De todo lo observado en este último medio siglo, resulta incuestionable que la inflación supone siempre exceso de dinero con relación a los bienes en oferta en el mercado. Este es el síntoma claro de la enfermedad. El mar de las dudas nace cuando nos preguntamos si debemos combatir los síntomas o atacar las causas de la enfermedad. ¿Bajamos la fiebre de precios, simplemente, o tratamos de ir a la razón por la cual el termómetro levanta la columna mercurial?

La reacción natural de los gobiernos y los consumidores es abalanzarse sobre los síntomas y tratar de moderar los precios, sea por tarifaciones, acuerdos, subsidios u otro tipo de medidas antipiréticas. La historia nos dice que esos tratamientos, que no están mal en sí mismos usados con prudencia, no curan la enfermedad y que hay que ir hacia el fondo, porque si no, estaremos malgastando recursos para no resolver la situación. Incluso podemos estar, de buena fe, montando una bomba de tiempo que un día estallará, como ocurrió en la Argentina con la célebre ley que congeló la paridad del tipo de cambio, útil, sin duda, para quebrar las desbordadas expectativas inflacionarias de la época, pero peligrosísima al consolidar su permanencia, pensando que de ese modo se curaba la enfermedad.

Hoy, los hechos nos dicen algunas cosas claras. La primera es que los precios internacionales están muy elevados y, por lo mismo, los productos de exportación (la soja, el petróleo, el trigo, la leche, la carne) se han encarecido en el mercado interno. La segunda es que el dólar se ha debilitado mucho y proyecta, así, una inflación hacia el mundo, con un exceso notorio de circulación. La tercera –y aquí nos salimos de los maestros para invocar a Perogrullo– es que, no pudiendo cambiar el mundo, hay que prevenir el fenómeno dentro de casa. Si no contenemos el aumento de gasto público, si nos dejamos arrastrar por mecanismos automáticos de indexación salarial, si no procuramos que los excedentes de la bonanza internacional se destinen a inversiones reproductivas, como la producción de energía, volveremos a vivir un mal tiempo.

De inmediato saltarán quienes afirmen que esto es monetarismo puro, cuando es apenas lógica elemental. Y lo que no hay que perder de vista es que, en el rebrote inflacionario, quien peor saldrá será quien vive de un salario o de una jubilación. El poseedor de bienes transables –o quien puede refugiar reservas en monedas más duras– podrá resguardarse. El indefenso es precisamente aquel a quien se halaga con aumentos efímeros, que la inflación va comiendo velozmente, mientras se alimenta una carrera precios-salarios que, bien se sabe, perderán los últimos.

Todavía se está a tiempo, y esto es lo positivo del panorama.

El presidente Lula –viejo sindicalista que sabe muy bien lo que son las carreras inflacionarias– ha afirmado: “Cuando la inflación alcanza los dos dígitos, nadie la puede aguantar, y nosotros no vamos a permitir que la inflación se salga de la meta”, que en el país norteño es del orden del 4,5%. Bien podría alcanzar esa meta si abre más la economía, permite importar más y mejor y de ese modo reequilibra la creciente demanda, asentada en la expansión.

En términos generales, hay una presión fuerte, pero aún controlable si se reconoce la realidad y se actúa en consecuencia. Es lo que preocupa en una Argentina que, acosada por un tiempo electoral, no detiene la fiebre del gasto público ni actualiza precios reprimidos, mientras –peor aún– los analistas y el mercado sospechan de las estadísticas oficiales.

En Uruguay, en Chile, en Bolivia y en Paraguay se viven situaciones análogas, pero todavía no hay un problema crítico. Sin embargo, si queremos ignorar la realidad, tropezaremos, una vez más, con la misma piedra.

Para no retornar a los años 80 hay que actuar rápido. Es lo que nos dice la historia, maestra de la vida, como decía Cicerón. Los gastos de hoy son las promesas de ayer, y por eso no podemos recaer en ofrecer lo que ya no se puede dar. Hay que aprovechar el momento mundial para ofrecer seguridad a la inversión y generar las condiciones de un desarrollo sustentable. Con tarifaciones oficiales y represiones nerviosas en el mercado sólo atemorizamos a los inversores.

Por otra parte, los aplausos iniciales de los consumidores se silencian rápido cuando los salarios empiezan a perder ante los precios, corriéndolos de atrás. Hoy no existe un riesgo recesivo, cuando la economía global empuja todo hacia arriba. Se trata simplemente de actuar con prudencia y asumir que, por aplausos circunstanciales, puede hipotecarse la cosecha de estos buenos años.

El autor fue presidente de Uruguay.

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Luego de las tremendas hiperinflaciones de fines de la década del 80, que tanta penuria causaron en América latina, los últimos años han mostrado una evolución de precios muy razonable, acompasada a una etapa de crecimiento económico generalizado. Los precios internacionales alcanzaron los mejores niveles históricos y, como consecuencia, los cuatro años que fueron de 2003 a 2006 registraron una mejoría en el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y el aumento en la oferta de empleo.

La vida nos sonreía, por fin. La globalización mostraba su rostro amable. Podíamos crecer y distribuir el ingreso a la vez, esa conjugación siempre tan esquiva. El famoso deterioro de los términos de intercambio, que Prebisch ubicó como el gran factor de anclaje en el subdesarrollo, se revertía de un modo que no parecía tener parangón. Nunca habían valido tanto las materias primas y los alimentos con relación a los productos tradicionales de importación (maquinarias, equipos, productos químicos). El petróleo, naturalmente, jugaba y juega de modo dispar para quienes lo venden a precio de oro o para quienes se ven obligados a comprarlo, pero éstos, a su vez, normalmente han compensado esa suba con la de las exportaciones agrícolas o minerales.

En medio de esa bonanza, que aún disfrutamos, ha asomado nuevamente el eterno convidado de piedra, el viejo fantasma que condenó a la amargura a tantos países, en aquellos años en que la democratización del continente abría nuevos horizontes a la vida política: la inflación.

De inmediato afloraron, una vez más, las teorías que hablan de inflación por exceso de demanda, o de la inflación de costos, o de la inflación estructural. Unos abroquelados en Keynes, otros en Friedman, sin que falten –por supuesto– los que continúan vituperando al Fondo Monetario, pese a que nunca ha sido menos protagonista en las decisiones del hemisferio.

No soy economista y, en consecuencia, poco o nada puedo aportar al debate teórico. Pero muchos años de experiencia me han permitido vivir períodos de inflación, de hiperinflación, de congelamiento de precios, de planes de estabilización basados en anclar el tipo de cambio y mil y una posibilidades más.

De todo lo observado en este último medio siglo, resulta incuestionable que la inflación supone siempre exceso de dinero con relación a los bienes en oferta en el mercado. Este es el síntoma claro de la enfermedad. El mar de las dudas nace cuando nos preguntamos si debemos combatir los síntomas o atacar las causas de la enfermedad. ¿Bajamos la fiebre de precios, simplemente, o tratamos de ir a la razón por la cual el termómetro levanta la columna mercurial?

La reacción natural de los gobiernos y los consumidores es abalanzarse sobre los síntomas y tratar de moderar los precios, sea por tarifaciones, acuerdos, subsidios u otro tipo de medidas antipiréticas. La historia nos dice que esos tratamientos, que no están mal en sí mismos usados con prudencia, no curan la enfermedad y que hay que ir hacia el fondo, porque si no, estaremos malgastando recursos para no resolver la situación. Incluso podemos estar, de buena fe, montando una bomba de tiempo que un día estallará, como ocurrió en la Argentina con la célebre ley que congeló la paridad del tipo de cambio, útil, sin duda, para quebrar las desbordadas expectativas inflacionarias de la época, pero peligrosísima al consolidar su permanencia, pensando que de ese modo se curaba la enfermedad.

Hoy, los hechos nos dicen algunas cosas claras. La primera es que los precios internacionales están muy elevados y, por lo mismo, los productos de exportación (la soja, el petróleo, el trigo, la leche, la carne) se han encarecido en el mercado interno. La segunda es que el dólar se ha debilitado mucho y proyecta, así, una inflación hacia el mundo, con un exceso notorio de circulación. La tercera –y aquí nos salimos de los maestros para invocar a Perogrullo– es que, no pudiendo cambiar el mundo, hay que prevenir el fenómeno dentro de casa. Si no contenemos el aumento de gasto público, si nos dejamos arrastrar por mecanismos automáticos de indexación salarial, si no procuramos que los excedentes de la bonanza internacional se destinen a inversiones reproductivas, como la producción de energía, volveremos a vivir un mal tiempo.

De inmediato saltarán quienes afirmen que esto es monetarismo puro, cuando es apenas lógica elemental. Y lo que no hay que perder de vista es que, en el rebrote inflacionario, quien peor saldrá será quien vive de un salario o de una jubilación. El poseedor de bienes transables –o quien puede refugiar reservas en monedas más duras– podrá resguardarse. El indefenso es precisamente aquel a quien se halaga con aumentos efímeros, que la inflación va comiendo velozmente, mientras se alimenta una carrera precios-salarios que, bien se sabe, perderán los últimos.

Todavía se está a tiempo, y esto es lo positivo del panorama.

El presidente Lula –viejo sindicalista que sabe muy bien lo que son las carreras inflacionarias– ha afirmado: “Cuando la inflación alcanza los dos dígitos, nadie la puede aguantar, y nosotros no vamos a permitir que la inflación se salga de la meta”, que en el país norteño es del orden del 4,5%. Bien podría alcanzar esa meta si abre más la economía, permite importar más y mejor y de ese modo reequilibra la creciente demanda, asentada en la expansión.

En términos generales, hay una presión fuerte, pero aún controlable si se reconoce la realidad y se actúa en consecuencia. Es lo que preocupa en una Argentina que, acosada por un tiempo electoral, no detiene la fiebre del gasto público ni actualiza precios reprimidos, mientras –peor aún– los analistas y el mercado sospechan de las estadísticas oficiales.

En Uruguay, en Chile, en Bolivia y en Paraguay se viven situaciones análogas, pero todavía no hay un problema crítico. Sin embargo, si queremos ignorar la realidad, tropezaremos, una vez más, con la misma piedra.

Para no retornar a los años 80 hay que actuar rápido. Es lo que nos dice la historia, maestra de la vida, como decía Cicerón. Los gastos de hoy son las promesas de ayer, y por eso no podemos recaer en ofrecer lo que ya no se puede dar. Hay que aprovechar el momento mundial para ofrecer seguridad a la inversión y generar las condiciones de un desarrollo sustentable. Con tarifaciones oficiales y represiones nerviosas en el mercado sólo atemorizamos a los inversores.

Por otra parte, los aplausos iniciales de los consumidores se silencian rápido cuando los salarios empiezan a perder ante los precios, corriéndolos de atrás. Hoy no existe un riesgo recesivo, cuando la economía global empuja todo hacia arriba. Se trata simplemente de actuar con prudencia y asumir que, por aplausos circunstanciales, puede hipotecarse la cosecha de estos buenos años.

El autor fue presidente de Uruguay.