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Indices que duelen
En ingrata coincidencia con la estancia del presidente argentino en Nueva York con motivo de la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dos índices han dado cuenta otra vez que la falta de calidad institucional en el país puede más que mil palabras y que, a veces, hasta puede desdibujar una imagen que muestra más maquillaje que esencia, más palabras vacías que hechos concretos.
¿De qué vale que el presidente Néstor Kirchner y su mujer, la senadora Cristina Fernández, en su papel de candidata presidencial, exalten el resultado positivo de la actual gestión gubernamental frente a políticos, banqueros e inversores de otras latitudes si, mientras tanto, la percepción del mundo sobre la corrupción en la Argentina no mejora y, a su vez, la mera apertura de un negocio en el país representa trámites tan engorrosos que desalientan no pocas iniciativas de inversión privada de argentinos y extranjeros?
Dos indicadores más confiables que la manipulada e increíble versión casera del Indec dan cuenta de ello. Ambos reflejan temas sensibles y preocupantes: en uno, el Indice de percepción de la corrupción , elaborado cada año por Transparencia Internacional, la Argentina, al igual que Burkina Faso y Bolivia, ocupa el puesto número 105 entre 187 países; en el otro, preparado en forma anual por el Banco Mundial y la Corporación Financiera Internacional (CFI), el país quedó en términos de competitividad en una posición similar por debajo de Rusia, Bangladesh y Nigeria.
Ninguno de los dos es motivo de orgullo. En uno y en otro no se ven avances respecto del año último ni de los anteriores: la percepción de la corrupción se mantiene casi inalterable mientras que, según el informe Haciendo negocios 2008 , la competitividad de la Argentina retrocedió nuevamente en espera de reformas institucionales que, sin voluntad política, difícilmente sean ejecutadas.
Es más que elocuente, en ambos casos, que no se advirtió el mismo empeño que suelen imprimir cuestiones de agenda aparentemente más trascendentes, como las próximas elecciones o, en las vísperas, los acuerdos con vastos sectores en beneficio de un proyecto político que privilegia la permanencia en el poder a corto plazo antes que las políticas de Estado a mediano y largo plazos.
No es consuelo observar que montar un negocio en América latina requiere 68 días, algo más que en 2005, cuando eran 63, y apenas algo menos que en 2004, cuando eran 71 días. Idéntico trámite demanda seis días en Singapur, cinco en los Estados Unidos y dos en Australia.
Ni es consuelo observar en el índice de Transparencia Internacional que la Argentina, con un magro puntaje de 2,9 sobre 10 y, sobre todo, con un potencial mucho mayor que otros países, esté apenas mejor que Ruanda, Burundi, Paraguay, Venezuela y Haití, entre otros. No por ellos, sino por nosotros mismos.
Tampoco es consolador que, según Transparencia Internacional, "el desfase en los niveles de percepción de la corrupción entre países ricos y pobres se muestre más amplio que nunca". Sobre todo, porque la corrupción en sí misma representa un enorme escape de recursos vitales para la educación, la salud y la infraestructura de los países en desarrollo, lo cual es lamentable.
Más triste aún, rozando lo vergonzoso, es que en un país que alguna vez tuvo todo para estar a la altura de Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia, Singapur y Suecia, los mejores de la lista, sus dirigentes y sus políticos no muestren el menor signo de inquietud por un puntaje tan bajo ni respondan de inmediato, como corresponde en estos casos, con la búsqueda de una solución perentoria.
En sus cabezas quizás haya asomado la idea de una conspiración internacional para perjudicar a nuestro país, mientras el presidente y la primera dama visitaban Nueva York, lo cual, por disparatado que parezca, no dista mucho de la reacción que suelen tener.
Lejos está la Argentina del país latinoamericano mejor ubicado en el índice de percepción de la corrupción, Chile, que ocupa el puesto número 22. Distanciada está también de otros países de la región que, con menos recursos y potenciales, no han mostrado tanto deterioro en los últimos años, como Uruguay (25°), la República Dominicana (37°) y Costa Rica (46°), entre otros.
Inquietudes de ese tipo, sin ánimo de ser tendenciosas, entrañan más impotencia que certezas, así como la escasa disposición del Gobierno para atender estas cuestiones, relegadas en la agenda, al parecer, por la necesidad de mostrar una imagen prolija en ámbitos que no desconocen la realidad con maquillaje, expuesta en las estadísticas dibujadas del Indec, fiel reflejo de la falta de calidad institucional del país.
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