- NUESTRA HISTORIA -
Mucho más que el reloj de Belgrano
Por Juan José Cresto
Para LA NACION
No se comprende bien la situación actual del Museo Histórico Nacional. El episodio del hurto de una reliquia de relativo precio económico, pero inmenso valor histórico y espiritual, es una herida inferida al pueblo argentino. No es la única. A diferencia del copioso legado de San Martín, recibido de su nieta Josefa, Belgrano poseyó muy escasos objetos que recuerden su paso por esta vida, por lo que cualquier pérdida de esos pocos bienes es más sensible, y también más identificable. No debe ser demasiado lúcido el autor, pero sí suficientemente ingenioso para haberlo podido sacar.
En efecto: ese bien museístico -como muchos otros- reposaba en un mueble de madera rectangular, de aproximadamente 90 centímetros de alto, coronado en su parte superior por una cúpula de vidrio que contenía el reloj. Esa cúpula tiene su base engarzada en una ranura del mueble, de tal modo que para levantarla se requiere destrabar una madera de la base. Ese fue el ingenioso sistema que adopté en 1996, cuando me hice cargo de la dirección. En aquellos días dejé constancia de mi protesta por no poder asegurar el sistema completo con una llave independiente para cada cúpula, con su respectivo cerrojo, pero había que construir una serie de más de 150 exhibidores...¡y no alcanzaban los fondos! Esta es la Argentina que vivimos.
Más aún: reclamé inversiones durante la presidencia de De la Rúa, pero no llegaron jamás. Para semejante museo, el más antiguo y el de mayor patrimonio histórico del país, disponía de una caja para gastos de ¡quinientos pesos! Esa suma la recibí siete veces en cinco años y era equivalente a lo que yo necesitaba para gastar cada tres días. ¿De dónde salieron los fondos? Del bolsillo de los ciudadanos de buena voluntad, de los visitantes del museo, de mis conocidos y amigos y de mis propios haberes.
A lo largo de los años sentí horror cuando debí hacer reparaciones imprevistas. Afronté los gastos administrativos del escasísimo personal -mucho menor que el actual- y tantos otros egresos cotidianos propios de un museo cuyo patrimonio histórico es el mayor del país. Me vi obligado a hacer reparaciones edilicias y museísticas, y debo agradecer a la Asociación de Amigos del Museo, que siempre colaboró.
Cuando me hice cargo, hacía tres años que el museo estaba cerrado. Su antiguo personal estaba reubicado en otras instituciones o tenía obligaciones que hacían muy difícil darles un horario homogéneo. Se ha dicho, rindiendo honor a la verdad, que la mayoría de ellos sentía un profundo amor por esos venerables objetos que fueron testigos de los tiempos. El Museo Histórico Nacional no es un lugar común de trabajo. Allí, o se ama la historia y se siente respeto por los objetos, que para un profano pueden ser simples desechos, o hay que irse, porque no se comprende el sentido de la continuidad generacional del país.
Sin dudas, hubo pequeños grupos, radicalmente sindicalizados y enquistados entre la mayoría laboriosa, que no aceptó la dura tarea que se les imponía. Pero la labor prosiguió. Bajo mi dirección se revisaron unas cincuenta mil fichas y se elaboraron más de treinta mil nuevas. Obtuve de generosos ciudadanos más de ochocientos objetos nuevos. Algunos de ellos -los últimos- no llegaron a sumarse al patrimonio y aún están a mi nombre, lo que es altamente preocupante y, de persistir, me obligará a iniciar acciones legales.
Entre otros objetos se incorporaron al patrimonio nacional la bandera de Obligado, que ondeaba en el Paraná cuando se produjo el ataque franco-británico y que el propio presidente Chirac depositó en mis manos; el testamento hológrafo de Josefa Balcarce, la nieta de San Martín; el original del Martín Fierro , manuscrito de José Hernández, en una libreta de pulpería, obtenido gracias a la generosidad del doctor Simoncini, verdadero mecenas de nuestros días.
Todo se hizo con precarios medios, sin dinero, pidiendo su óbolo a unos y a otros. Cerca de treinta exposiciones completas en nueve años dan idea de un museo en actividad y en marcha. Por supuesto, no se exhibieron ni el retrato del Che Guevara ni los pañuelos de las Madres de Plaza de Mayo, porque no las considero históricas al día de hoy, por su proximidad. También me negué a exhibir los retratos de los presidentes de los últimos cuarenta años, pese a que algunos de ellos fueron amigos personales.
Detrás de estas expresiones hay una verdad: los museos no son vulgares depósitos, sino instituciones de alto valor científico, estético o patriótico que requieren no solamente conocimientos especializados, sino también constantes inversiones.
El Estado nacional olvidó a su mayor museo de historia. Los expedientes (que parece ser la mayor producción de nuestra economía) con los que pedí recursos fueron numerosos, y me recuerdan la expresión de Martín Fierro: "Son campanas de palo las campanas de los pobres".
Hoy han robado una de las joyas históricas que pueblan el sueño de nuestra historia: el reloj de aquel noble patricio, Manuel Belgrano, ese abnegado hombre de leyes, devenido general por la fuerza de los hechos. Era una pieza emblemática.
Me pregunto: ¿no hubo en tanto tiempo posibilidad de construir vitrinas con llave, cuyos modelos y dibujos obran en el archivo del museo, dibujadas por quien esto escribe? ¿No hubo presupuesto? ¿No se dice a diario que hoy existe superávit de caja? La respuesta es no. Quiero suponer que el actual director habrá insistido, ante soluciones siempre postergadas. ¡Ay de los pueblos que no respetan su historia!
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