Blog de interés cultural, social y comunicacional. Site dedicado a la difusión de las artes y espectáculos. Pensamientos del colectivo imaginario. Reflexión sobre temas cotidianos. Una manera de proponer ideas para una Argentina mejor, comprometida con su gente, su pasado, presente y futuro. - EL OJO PARLANTE - Copyright © TM 2005 - 2008 - R.A.Carrasquet - Ciudad Autónoma de la Santísima Trinidad - Puerto de Santa María de los Buenos Aires - Sudamérica - República Argentina -

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6.5.07

- VUELO EN EL MAR -



¡Vete de mí! Bolero intertextual

Todo un transatlántico cae bajo la fascinación de un matrimonio poco convencional. El esposo seduce a cuanta pasajera deseable esté a la vista; su mujer lee las manos de esas víctimas y les predice la desdicha

En cuanto aparecieron, despertaron simultáneamente admiración y pavor. Desde las cubiertas de primera, segunda y tercera clase, todos los miraron. También los miraron quienes estaban en el muelle y habían ido al puerto a despedir a sus parientes y a sus amigos. Fue como si la tripulación y los pasajeros hubieran recibido la orden de paralizar cualquier actividad para contemplar el ascenso por la planchada del hombre y de la mujer, acompañados por una adolescente, que un automóvil manejado por un chofer de uniforme había dejado al pie del Conte Spada Lavini.

Ella estaba vestida con un pantalón blanco y un blazer azul, con el corte impecable que todavía lograban las casas de alta costura de Buenos Aires al final de la Segunda Guerra Mundial, pero lo que más llamaba la atención eran los anteojos negros de montura blanca, detrás de los que se adivinaba el brillo apagado de la mirada. Los lentes subrayaban el aire entre grotesco y perverso de esa figura y contribuían a disimular el carácter imperioso de los movimientos. Los ojos, casi completamente ocultos, dirigían lo que pasaba alrededor de ella. En el cuello, la mujer llevaba una pesada gargantilla de oro que imitaba una soga a la perfección. La joya, regalo de su marido, parecía clavada en la carne como si fuera a estrangularla.

El capitán se adelantó a recibirlos y le hizo a ella una reverencia exagerada. Eran los únicos pasajeros de primera clase que habían recibido esa atención. Detrás de ellos, dos changadores subían un enorme sillón. Los seguían dos mucamas que viajaban junto a sus patrones. El cortejo atravesó la cubierta y, por último, se detuvo ante las dos suites del puente alto. La amplitud del sillón hacía imposible que pasara por la puerta del camarote de la mujer. Ella dijo unas palabras en voz baja a uno de los oficiales y, en pocos minutos, unos artesanos procedieron a desmontar la puerta para que ese trono, símbolo de un confort imperial, entrara en la cabina.

Angélica tendría unos cuarenta años, pero había algo en ella que la ponía más allá de cualquier edad. No era linda, pero tenía un cuerpo hermoso. Las piernas largas y musculosas eran las de alguien que había estudiado danza. Las raras veces que se quitaba los lentes se podían ver los ojos claros, en los que se mezclaban de un modo incierto el celeste y el verde, pero bastaba que se pusiera seria, que un relámpago de crueldad los atravesara, para que adquirieran el reflejo de una seda gris y helada. Cuando se sonreía, resultaba irresistible y uno podía llegar a confiarle cualquier secreto, a pensar que estaba unido a ella por toda la vida. Sabía crear la ilusión de una intimidad eterna. Separarse de alguien así era como pensar que uno fuera a separarse para siempre de la gracia y de las ocurrencias asombrosas que hacen volver a cualquier ser adulto a la tibieza y al encanto de la niñez. Angélica era capaz de demostrar una ternura y un sentido del humor que conquistaban a todos los que se acercaban a ella. Y, sin embargo, en el tono irónico con que se burlaba de las órdenes de la oficialidad, en el modo ridículo de caminar que adoptaba en los simulacros de evacuación de la nave, con el salvavidas abrochado al torso delgado y elegante, uno sentía que ese encanto no era sino una actitud condescendiente hacia ejemplares de una especie inferior. El hecho de que ella fuera unos diez años mayor que su marido se había prestado al principio a toda clase de conjeturas entre sus compañeros de viaje o más bien a una sola: Octavio se había casado con ella por dinero. Pronto la desmentida corrió por el barco: él era un hombre muy rico, quizá no tan rico como ella, pero que no necesitaba de ningún modo la fortuna de ella. La aparente seguridad de Angélica, sólo se quebraba detrás de los anteojos cuando Octavio desaparecía con alguna de las muchas mujeres que revoloteaban alrededor de él. Pero esa vacilación duraba apenas un instante.

El tono con que Angélica le hablaba a Dolores, su sobrina, dejaba bien a las claras que la consideraba una igual, a diferencia del resto del pasaje al que miraba con una bondad irónica. También era evidente que no la quería. Dolores era un ser que descendía de las mismas fuentes sagradas y majestuosas de las que ella misma provenía, pero cuando la muchacha le daba la espalda y se acercaba a la barandilla para mirar las aguas, la boca de Angélica se curvaba en la mueca de desprecio y de lástima que se dedica a los débiles. Alguien podría haber pensado que, en verdad, sentía rencor por la belleza y la juventud de la muchacha.

Octavio era el hombre más apuesto del barco. Sobre eso no había dudas. Las convenciones impedían que las mujeres se lanzaran abiertamente a su caza, que rodaran por la cubierta golpeándose entre ellas y que se arrancaran matas de pelo para capturar su atención, pero eso era lo que hubiera ocurrido de no mediar la urbanidad. Los dos surcos que bajaban de la nariz de Octavio y enmarcaban su boca se habían convertido en la obsesión de solteras y casadas, de vírgenes y adúlteras. El apenas si debía hacer un esfuerzo para seducir a quien se le ocurriera. Generalmente vestía un saco de tweed , un pantalón de cheviot gris, una camisa, a menudo celeste para que combinara con el color de sus ojos, y un pañuelo anudado al cuello. Cuando, desde el puente del capitán, miraba hacia abajo, hacia el harén disponible de las tres clases, una sonrisa sarcástica se le dibujaba en los labios. Desde esa cima, podía contemplar el horizonte y hacer un censo de las señoras y las jovencitas que lo miraban de reojo (aunque algunas lo enfrentaban desafiantes). Ese hombre representaba para las sudamericanas el colmo de lo que ellas pensaban que era la distinción inglesa, pero combinada con un aroma salvaje, hosco y masculino que llegaba de lo hondo de las pampas y que conquistaba a las europeas. Para la imaginación femenina, acicateada por el aire marítimo y el confinamiento, Octavio, que escribía poemas y novelas, según se decía, y también domaba potros en las infinitas extensiones de sus estancias, era el trofeo con el que cada una de las viajeras quería alzarse. Angélica las observaba con ironía y con odio desde su deck chair . A veces, la irritaba tener a su lado a un estereotipo más que a un hombre.

En el comedor, los vecinos de mesa escuchaban por momentos ráfagas de conversación del matrimonio y la sobrina. Descubrieron que, a menudo, Angélica y sobre todo Octavio se burlaban de las expresiones que usaban algunos de los pasajeros. Cada palabra era analizada y colocaba a quien la había utilizado en un lugar, generalmente inferior, de la escala social Por ejemplo, cuando escuchaban la palabra "nena" en boca de un comensal, tenían ataques de risa incontenibles. La amabilidad exquisita de Octavio, su sonrisa seductora ocultaban un desprecio sombrío, pero la versión de que hubiera un aspecto oscuro en ese hombre tan luminoso quedaba inmediatamente desmentida por su apostura y por la fascinación que ejercía en particular sobre las mujeres. Y éstas, aunque creyeran en la perversidad de Octavio, sólo ansiaban padecerla.

Había un período decisivo en las travesías que unían Buenos Aires y Europa a mediados del siglo XX: era el lapso que transcurría entre el último puerto americano y el primero de la otra costa del Atlántico. Algunos barcos hacían escala en Dakar, otros en las Canarias, otros en Barcelona y los había que también fondeaban a unos kilómetros de Cannes, horas antes de llegar a Génova. El Conte Spada Lavini atracaba en todos. En esa travesía, de unos ocho días, se jugaba la vida erótica del pasaje y de la tripulación. Sólo había cielo, mar y sexo. Salvo que se prefiriera la lectura.

Pronto las más audaces comprendieron que Angélica no les prestaba atención a las infidelidades de Octavio. Estaba acostumbrada a lo inevitable y si se sentía molesta, lo disimulaba muy bien. Se sentaba al piano del salón de baile, tocaba Chopin, Brahms y, a veces, para divertir al pasaje, canciones de Cole Porter y de Gershwin. Cuando ella misma quería divertirse, pasaba a los boleros. El recital culminaba con"¡Ay mama Inés!", cantada por Angélica. La concurrencia, a esa altura, formaba un trencito que daba vueltas alrededor del piano y de la intérprete. Al llegar al pasaje que decía "todos los negros tomamos café", Angélica sacaba de uno de los bolsillos de su blusa o de sus pantalones un montón de monedas y de granos de café y los arrojaba a los bailarines, que se echaban delirantes, en cuatro patas, al suelo, en busca de los tesoros. Entonces le echaba una mirada cómplice a Octavio, que estrechaba entre sus brazos a una compañera de danza y bailaba mejilla a mejilla. Angélica sabía que la mejor manera de retener a ese hombre, símbolo de su victoria sobre las otras mujeres, era abandonarlo a ellas, dejar que él disfrutara de las bocas ajenas, de los cuerpos ofrecidos y que las reemplazara con una regularidad matemática. El había dividido el número de hembras deseables por el número de días de viaje y las consumía a la manera de provisiones con fecha de vencimiento o como si fueran pastillas contra el tedio que debía tomar en momentos precisos de la jornada.

Era inútil que la favorecida del día anterior pensara al día siguiente que su buena fortuna continuaría por otras veinticuatro horas. Desde el desayuno, Octavio le hacía comprender, con afabilidad y compasión impenetrables, que todo aquello que habían vivido pertenecía a un pasado recentísimo, delicioso, inolvidable, pero extinguido. Quizá por orgullo, quizá por pasión, quizá porque no querían confesarse que habían cedido a la frivolidad de querer conquistar al ejemplar más codiciado del barco, se mesaban las cabelleras como heroínas trágicas, lloraban aferradas a los salvavidas o se tendían casi desmayadas, sollozando, en las deck chairs . Buscaban creer que jamás volverían a tener otro amor como el de ese hombre que ya caminaba por la cubierta del brazo de otra elegida para el suplicio, y a veces hasta se convencían de que aquella pasión había sido verdadera. Las cabinas, los distintos puentes, la biblioteca se habían convertido en altares de sacrificio donde las pasajeras más bellas era inmoladas a los labios enmarcados por surcos implacables.

Una de las abandonadas no se resignó y lo encaró en la proa. El viento hizo llegar a los oídos de una compañera de desdichas, las frases de consuelo de él, pronunciadas, según la observadora, con un tono de sorna, que pasó inadvertida para la víctima: "Seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar" . La mitad del pasaje femenino quedó sumido en el éxtasis por esa prosa inverosímil. La otra se estremeció de envidia.

Todo se sabe en un barco. Así se supo que Angélica era vidente, que leía las manos y las cartas, que podía predecir el futuro y marcar el itinerario del dolor ajeno. Por supuesto, las primeras en recurrir a sus dotes fueron las abandonadas. ¿Quién mejor que Angélica, la dueña y señora, la víctima privilegiada de aquel demonio, podía decirles lo que sería de ellas? Todas le hablaron de un amor frustrado, pero ninguna le mencionó el nombre de ese ser maléfico y adorable que les había infligido una herida mortal. ¿Acaso era necesario dar nombres? ¿Acaso, en el fondo, no querían tan sólo compartir aquel dolor con quien más debía de sentirlo? En verdad, todas ellas se formulaban la misma pregunta: ¿cómo podía haber tanta impiedad, en ese ser capaz de crear el espejismo del amor y los ansiados estertores del deseo?

Una viajera desmelenada le dijo a Angélica, que fingía piedad, pero que la escuchaba con irritación y aburrimiento: "Yo, que ya he luchado contra toda la maldad, tengo las manos tan deshechas de apretar que no lo podría sujetar. Quisiera decirle, vete de mí, pero no puedo. No puedo ser feliz y no te puedo olvidar" .

Otra, en cambio, se sinceró: "No creo que esta cicatriz se borre jamás. Esto no pasará nunca". Y Angélica, con voz profunda, se sacó los anteojos y le respondió: "Las cosas más graves no terminan de pasar nunca".

Cuando quedaba sola, la esposa anotaba en un cuaderno algunas de las declaraciones de esas mujeres cuyo destino había tratado de leer, quizá con la intención de consolarlas o de prescribirles el único remedio posible, la medicina que la vengaría. De una pasajera de segunda clase, consignó este pensamiento: "El no comprende por qué siento este amor tan demente. No le debe importar saber que mi boca besó a otra boca una vez, pues no hay huellas ni existen recuerdos que él no pueda borrar" .

Lo que más le impresionó fue la declaración de celos de una chica de tercera clase, becaria de la Facultad de Letras y medalla de oro de la Alianza Francesa: "Yo no sé si podré dominar la morbosa tentación de saber más y más de lo que nunca quise saber. Qué cansancio, qué hastío de vivir. Yo maldigo la hora y el día en que me contaron de él" . Angélica anotó esa reflexión en su cuaderno con un comentario: "¿Lo habrá leído en Proust o se lo escuchó a Bola de Nieve?"

En los corrillos de mujeres, sobre todo los que formaban las abandonadas después del almuerzo o del té de la tarde, se hablaba de la crueldad de Octavio. Sin embargo, ¿cómo podía hablarse de la crueldad de ese hombre de modales exquisitos y de una cortesía inmaculada, que trataba a su esposa y a su sobrina con una delicadeza que enloquecía de codicia a casadas y a solteras? Por las tardes, Octavio, no importaba cuál fuera la mujer de turno, tenía una cita impostergable. Apenas se insinuaba el rubor en el horizonte, él, como una Cenicienta tempranera, abandonaba a la amante de ese día. Al caer el sol, Dolores, la inocente joven, y él se daban cita en la popa del barco para contemplar el ocaso. Era una costumbre que habían adquirido en la estancia pampeana, cuando ella era una niña. En el océano, les gustaba ver desde la popa cómo la espuma del pasado resaltaba contra las aguas oscurecidas. Con un gesto paternal, el tío pasaba un brazo sobre los hombros de la sobrina, mientras ella acurrucaba su cabeza contra la de él y los dos, con los ojos transidos de emoción, observaban cómo las sombras ganaban las olas y los rodeaban hasta que, por más cerca que estuviesen, no podían divisar sus propios rostros. Después, en silencio, se reunían con Angélica para ir a comer. Una vez terminada la cena, la tía y la sobrina volvían a la cubierta de primera y se recostaban en las deck chairs . Se cubrían con unas mantas ligeras y se dejaban acariciar por la luz de la luna. Octavio, en cambio, desaparecía. Iba quizá a despedirse de su víctima cotidiana o a tender las redes para que cayera en ellas, pasada la medianoche, la próxima enamorada.

El primer suicidio ocurrió después de la fiesta del Ecuador. Nadie encontraba a la pasajera proustiana de tercera clase. El último que la había visto se había cruzado con ella en la popa, después de que Octavio y Dolores habían dejado su acostumbrado mirador crepuscular. Debajo de unas sogas, un marinero encontró un papel arrugado que decía: "He renunciado a ti, ardiente de pasión. No se puede tener conciencia y corazón" .

La belleza y el prestigio del sexo todo lo pueden. Apenas si algunas personas miraron a Octavio con aires de recriminación. Más bien, le hicieron sentir a Angélica y a Dolores que ellas deberían haber convertido a Octavio en un hombre de familia. Angélica se protegió de esas miradas arrebujándose en un abrigo de piel de tigre.

Cuando llegaron a Dakar, ni Angélica ni Dolores quisieron bajar a tierra. Octavio lo hizo acompañado por un grupo de señoras. Una de ellas llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo de Hermès. Al atardecer, cuando el grupo volvió al barco, Octavio se precipitó a la popa para ver junto a Dolores cómo el puerto africano se perdía en la bruma. Por la mañana, un marinero vio atado a una de las cuerdas, un pañuelo que flameaba como la bandera de un amor desdichado. Entre los pliegues del foulard , había otra nota: "Tú te llevaste en tus labios aquel beso sagrado que yo había guardado para ti. Tú te llevaste en tus ojos aquel mundo de antojos que hallaste en los míos para ti" .

La palabra "antojos" sumió en perplejidad y en ensueños inconfesables a hombres y mujeres. Hasta los niños querían saber qué antojos podían llevar a la muerte a una dama. Esa curiosidad les descubrió precoz y simultáneamente el pecado y el placer.

De pronto, fue como si en el barco se hubiera desatado una epidemia. Todos miraban con aprensión a Angélica, Octavio y Dolores. Nadie se atrevía a hablarles de aquellas muertes. Las pestes son incontrolables. Y, por supuesto, los seres más débiles son los más propensos a enfermarse. Es inútil tomar precauciones. Es inútil hacer advertencias, como las que Angélica, sin esperanzas, les hacía a las infortunadas que le tendían sus manos marcadas por la desgracia.

Cuando el matrimonio y la sobrina entraban en el salón comedor, era como si las aguas se dividieran. De un lado, las mujeres que ansiaban sucumbir al destino se precipitaban sobre Octavio y lo apartaban para acapararlo. Del otro, las que ya habían sucumbido mostraban sus palmas implorantes a Angélica. Podían oírse palabras y expresiones sueltas como "volcán de pasión", "ebria de sus besos", "sed de desdicha". Angélica, hastiada, a todas les respondía con un cliché: "Deja que Dios o que el destino quiera y entonces la vida también lo querrá" .

Nadie se sorprendió, más bien era lo esperado. Después de la escala en las Canarias, la mucama de una pasajera de primera clase vio en la popa de los sacrificios, abandonada como al descuido, una túnica Delfos de Fortuny, que había pertenecido a su señora. Nada tan apropiado para un final trágico, a la griega, como esa tela de pliegues mínimos y sutiles como los de las esculturas helénicas.

Por suerte, el viaje llegaba a su fin. El último día transcurrió sin novedades. Habían dejado Cannes y navegaban hacia Génova. Angélica, antes de la comida, se tendió en una deck chair . Se imaginaba el destino de esas mujeres que se habían arrojado al mar en busca de la novela perdida. Las veía trepadas ridículamente a la barandilla, despeinadas, con las faldas levantadas y el maquillaje corrido por las lágrimas. Y después, el gesto postrero, de una dignidad lírica: la caída. El viento y la gravedad, la de Newton, las habrían arrastrado como hojas llevadas por la tormenta. Esa última frase era quizá demasiado cursi. Pero todo era tan cursi... Sus cuerpos habrían flotado por unos momentos y finalmente se habrían hundido bajo el manto de plata de la luna. ¿Debería haber dicho Selene? Todas habían elegido la noche para desaparecer. Mientras Angélica se entregaba a esas divagaciones y repasaba el cuaderno donde había anotado las despedidas de las infelices, Octavio se dirigió a la popa para ver la caída del sol. Esperó en vano a Dolores. Estuvo allí hasta que lo cubrió la oscuridad y llegó la hora de la cena. Esa noche, él y Angélica entraron del brazo en el salón comedor. Compartían esa soledad de dos delante de todo el pasaje, de los servidores y de la tripulación.

Por la mañana, Angélica y Octavio desembarcaron en Génova mientras todos, como el primer día, los observaban desde las cubiertas de primera, segunda y tercera clase. Cuando llegaron a la mitad de la planchada, un oficial corrió hasta ellos y les recordó que se olvidaban el sillón. Angélica se dio vuelta y, sin quitarse los anteojos negros de montura blanca, le dijo: "Sobra, arrójenlo al mar".

Por Hugo Beccacece
Para LA NACION

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Ella estaba vestida con un pantalón blanco y un blazer azul, con el corte impecable que todavía lograban las casas de alta costura de Buenos Aires al final de la Segunda Guerra Mundial, pero lo que más llamaba la atención eran los anteojos negros de montura blanca, detrás de los que se adivinaba el brillo apagado de la mirada. Los lentes subrayaban el aire entre grotesco y perverso de esa figura y contribuían a disimular el carácter imperioso de los movimientos. Los ojos, casi completamente ocultos, dirigían lo que pasaba alrededor de ella. En el cuello, la mujer llevaba una pesada gargantilla de oro que imitaba una soga a la perfección. La joya, regalo de su marido, parecía clavada en la carne como si fuera a estrangularla.

El capitán se adelantó a recibirlos y le hizo a ella una reverencia exagerada. Eran los únicos pasajeros de primera clase que habían recibido esa atención. Detrás de ellos, dos changadores subían un enorme sillón. Los seguían dos mucamas que viajaban junto a sus patrones. El cortejo atravesó la cubierta y, por último, se detuvo ante las dos suites del puente alto. La amplitud del sillón hacía imposible que pasara por la puerta del camarote de la mujer. Ella dijo unas palabras en voz baja a uno de los oficiales y, en pocos minutos, unos artesanos procedieron a desmontar la puerta para que ese trono, símbolo de un confort imperial, entrara en la cabina.

Angélica tendría unos cuarenta años, pero había algo en ella que la ponía más allá de cualquier edad. No era linda, pero tenía un cuerpo hermoso. Las piernas largas y musculosas eran las de alguien que había estudiado danza. Las raras veces que se quitaba los lentes se podían ver los ojos claros, en los que se mezclaban de un modo incierto el celeste y el verde, pero bastaba que se pusiera seria, que un relámpago de crueldad los atravesara, para que adquirieran el reflejo de una seda gris y helada. Cuando se sonreía, resultaba irresistible y uno podía llegar a confiarle cualquier secreto, a pensar que estaba unido a ella por toda la vida. Sabía crear la ilusión de una intimidad eterna. Separarse de alguien así era como pensar que uno fuera a separarse para siempre de la gracia y de las ocurrencias asombrosas que hacen volver a cualquier ser adulto a la tibieza y al encanto de la niñez. Angélica era capaz de demostrar una ternura y un sentido del humor que conquistaban a todos los que se acercaban a ella. Y, sin embargo, en el tono irónico con que se burlaba de las órdenes de la oficialidad, en el modo ridículo de caminar que adoptaba en los simulacros de evacuación de la nave, con el salvavidas abrochado al torso delgado y elegante, uno sentía que ese encanto no era sino una actitud condescendiente hacia ejemplares de una especie inferior. El hecho de que ella fuera unos diez años mayor que su marido se había prestado al principio a toda clase de conjeturas entre sus compañeros de viaje o más bien a una sola: Octavio se había casado con ella por dinero. Pronto la desmentida corrió por el barco: él era un hombre muy rico, quizá no tan rico como ella, pero que no necesitaba de ningún modo la fortuna de ella. La aparente seguridad de Angélica, sólo se quebraba detrás de los anteojos cuando Octavio desaparecía con alguna de las muchas mujeres que revoloteaban alrededor de él. Pero esa vacilación duraba apenas un instante.

El tono con que Angélica le hablaba a Dolores, su sobrina, dejaba bien a las claras que la consideraba una igual, a diferencia del resto del pasaje al que miraba con una bondad irónica. También era evidente que no la quería. Dolores era un ser que descendía de las mismas fuentes sagradas y majestuosas de las que ella misma provenía, pero cuando la muchacha le daba la espalda y se acercaba a la barandilla para mirar las aguas, la boca de Angélica se curvaba en la mueca de desprecio y de lástima que se dedica a los débiles. Alguien podría haber pensado que, en verdad, sentía rencor por la belleza y la juventud de la muchacha.

Octavio era el hombre más apuesto del barco. Sobre eso no había dudas. Las convenciones impedían que las mujeres se lanzaran abiertamente a su caza, que rodaran por la cubierta golpeándose entre ellas y que se arrancaran matas de pelo para capturar su atención, pero eso era lo que hubiera ocurrido de no mediar la urbanidad. Los dos surcos que bajaban de la nariz de Octavio y enmarcaban su boca se habían convertido en la obsesión de solteras y casadas, de vírgenes y adúlteras. El apenas si debía hacer un esfuerzo para seducir a quien se le ocurriera. Generalmente vestía un saco de tweed , un pantalón de cheviot gris, una camisa, a menudo celeste para que combinara con el color de sus ojos, y un pañuelo anudado al cuello. Cuando, desde el puente del capitán, miraba hacia abajo, hacia el harén disponible de las tres clases, una sonrisa sarcástica se le dibujaba en los labios. Desde esa cima, podía contemplar el horizonte y hacer un censo de las señoras y las jovencitas que lo miraban de reojo (aunque algunas lo enfrentaban desafiantes). Ese hombre representaba para las sudamericanas el colmo de lo que ellas pensaban que era la distinción inglesa, pero combinada con un aroma salvaje, hosco y masculino que llegaba de lo hondo de las pampas y que conquistaba a las europeas. Para la imaginación femenina, acicateada por el aire marítimo y el confinamiento, Octavio, que escribía poemas y novelas, según se decía, y también domaba potros en las infinitas extensiones de sus estancias, era el trofeo con el que cada una de las viajeras quería alzarse. Angélica las observaba con ironía y con odio desde su deck chair . A veces, la irritaba tener a su lado a un estereotipo más que a un hombre.

En el comedor, los vecinos de mesa escuchaban por momentos ráfagas de conversación del matrimonio y la sobrina. Descubrieron que, a menudo, Angélica y sobre todo Octavio se burlaban de las expresiones que usaban algunos de los pasajeros. Cada palabra era analizada y colocaba a quien la había utilizado en un lugar, generalmente inferior, de la escala social Por ejemplo, cuando escuchaban la palabra "nena" en boca de un comensal, tenían ataques de risa incontenibles. La amabilidad exquisita de Octavio, su sonrisa seductora ocultaban un desprecio sombrío, pero la versión de que hubiera un aspecto oscuro en ese hombre tan luminoso quedaba inmediatamente desmentida por su apostura y por la fascinación que ejercía en particular sobre las mujeres. Y éstas, aunque creyeran en la perversidad de Octavio, sólo ansiaban padecerla.

Había un período decisivo en las travesías que unían Buenos Aires y Europa a mediados del siglo XX: era el lapso que transcurría entre el último puerto americano y el primero de la otra costa del Atlántico. Algunos barcos hacían escala en Dakar, otros en las Canarias, otros en Barcelona y los había que también fondeaban a unos kilómetros de Cannes, horas antes de llegar a Génova. El Conte Spada Lavini atracaba en todos. En esa travesía, de unos ocho días, se jugaba la vida erótica del pasaje y de la tripulación. Sólo había cielo, mar y sexo. Salvo que se prefiriera la lectura.

Pronto las más audaces comprendieron que Angélica no les prestaba atención a las infidelidades de Octavio. Estaba acostumbrada a lo inevitable y si se sentía molesta, lo disimulaba muy bien. Se sentaba al piano del salón de baile, tocaba Chopin, Brahms y, a veces, para divertir al pasaje, canciones de Cole Porter y de Gershwin. Cuando ella misma quería divertirse, pasaba a los boleros. El recital culminaba con"¡Ay mama Inés!", cantada por Angélica. La concurrencia, a esa altura, formaba un trencito que daba vueltas alrededor del piano y de la intérprete. Al llegar al pasaje que decía "todos los negros tomamos café", Angélica sacaba de uno de los bolsillos de su blusa o de sus pantalones un montón de monedas y de granos de café y los arrojaba a los bailarines, que se echaban delirantes, en cuatro patas, al suelo, en busca de los tesoros. Entonces le echaba una mirada cómplice a Octavio, que estrechaba entre sus brazos a una compañera de danza y bailaba mejilla a mejilla. Angélica sabía que la mejor manera de retener a ese hombre, símbolo de su victoria sobre las otras mujeres, era abandonarlo a ellas, dejar que él disfrutara de las bocas ajenas, de los cuerpos ofrecidos y que las reemplazara con una regularidad matemática. El había dividido el número de hembras deseables por el número de días de viaje y las consumía a la manera de provisiones con fecha de vencimiento o como si fueran pastillas contra el tedio que debía tomar en momentos precisos de la jornada.

Era inútil que la favorecida del día anterior pensara al día siguiente que su buena fortuna continuaría por otras veinticuatro horas. Desde el desayuno, Octavio le hacía comprender, con afabilidad y compasión impenetrables, que todo aquello que habían vivido pertenecía a un pasado recentísimo, delicioso, inolvidable, pero extinguido. Quizá por orgullo, quizá por pasión, quizá porque no querían confesarse que habían cedido a la frivolidad de querer conquistar al ejemplar más codiciado del barco, se mesaban las cabelleras como heroínas trágicas, lloraban aferradas a los salvavidas o se tendían casi desmayadas, sollozando, en las deck chairs . Buscaban creer que jamás volverían a tener otro amor como el de ese hombre que ya caminaba por la cubierta del brazo de otra elegida para el suplicio, y a veces hasta se convencían de que aquella pasión había sido verdadera. Las cabinas, los distintos puentes, la biblioteca se habían convertido en altares de sacrificio donde las pasajeras más bellas era inmoladas a los labios enmarcados por surcos implacables.

Una de las abandonadas no se resignó y lo encaró en la proa. El viento hizo llegar a los oídos de una compañera de desdichas, las frases de consuelo de él, pronunciadas, según la observadora, con un tono de sorna, que pasó inadvertida para la víctima: "Seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar" . La mitad del pasaje femenino quedó sumido en el éxtasis por esa prosa inverosímil. La otra se estremeció de envidia.

Todo se sabe en un barco. Así se supo que Angélica era vidente, que leía las manos y las cartas, que podía predecir el futuro y marcar el itinerario del dolor ajeno. Por supuesto, las primeras en recurrir a sus dotes fueron las abandonadas. ¿Quién mejor que Angélica, la dueña y señora, la víctima privilegiada de aquel demonio, podía decirles lo que sería de ellas? Todas le hablaron de un amor frustrado, pero ninguna le mencionó el nombre de ese ser maléfico y adorable que les había infligido una herida mortal. ¿Acaso era necesario dar nombres? ¿Acaso, en el fondo, no querían tan sólo compartir aquel dolor con quien más debía de sentirlo? En verdad, todas ellas se formulaban la misma pregunta: ¿cómo podía haber tanta impiedad, en ese ser capaz de crear el espejismo del amor y los ansiados estertores del deseo?

Una viajera desmelenada le dijo a Angélica, que fingía piedad, pero que la escuchaba con irritación y aburrimiento: "Yo, que ya he luchado contra toda la maldad, tengo las manos tan deshechas de apretar que no lo podría sujetar. Quisiera decirle, vete de mí, pero no puedo. No puedo ser feliz y no te puedo olvidar" .

Otra, en cambio, se sinceró: "No creo que esta cicatriz se borre jamás. Esto no pasará nunca". Y Angélica, con voz profunda, se sacó los anteojos y le respondió: "Las cosas más graves no terminan de pasar nunca".

Cuando quedaba sola, la esposa anotaba en un cuaderno algunas de las declaraciones de esas mujeres cuyo destino había tratado de leer, quizá con la intención de consolarlas o de prescribirles el único remedio posible, la medicina que la vengaría. De una pasajera de segunda clase, consignó este pensamiento: "El no comprende por qué siento este amor tan demente. No le debe importar saber que mi boca besó a otra boca una vez, pues no hay huellas ni existen recuerdos que él no pueda borrar" .

Lo que más le impresionó fue la declaración de celos de una chica de tercera clase, becaria de la Facultad de Letras y medalla de oro de la Alianza Francesa: "Yo no sé si podré dominar la morbosa tentación de saber más y más de lo que nunca quise saber. Qué cansancio, qué hastío de vivir. Yo maldigo la hora y el día en que me contaron de él" . Angélica anotó esa reflexión en su cuaderno con un comentario: "¿Lo habrá leído en Proust o se lo escuchó a Bola de Nieve?"

En los corrillos de mujeres, sobre todo los que formaban las abandonadas después del almuerzo o del té de la tarde, se hablaba de la crueldad de Octavio. Sin embargo, ¿cómo podía hablarse de la crueldad de ese hombre de modales exquisitos y de una cortesía inmaculada, que trataba a su esposa y a su sobrina con una delicadeza que enloquecía de codicia a casadas y a solteras? Por las tardes, Octavio, no importaba cuál fuera la mujer de turno, tenía una cita impostergable. Apenas se insinuaba el rubor en el horizonte, él, como una Cenicienta tempranera, abandonaba a la amante de ese día. Al caer el sol, Dolores, la inocente joven, y él se daban cita en la popa del barco para contemplar el ocaso. Era una costumbre que habían adquirido en la estancia pampeana, cuando ella era una niña. En el océano, les gustaba ver desde la popa cómo la espuma del pasado resaltaba contra las aguas oscurecidas. Con un gesto paternal, el tío pasaba un brazo sobre los hombros de la sobrina, mientras ella acurrucaba su cabeza contra la de él y los dos, con los ojos transidos de emoción, observaban cómo las sombras ganaban las olas y los rodeaban hasta que, por más cerca que estuviesen, no podían divisar sus propios rostros. Después, en silencio, se reunían con Angélica para ir a comer. Una vez terminada la cena, la tía y la sobrina volvían a la cubierta de primera y se recostaban en las deck chairs . Se cubrían con unas mantas ligeras y se dejaban acariciar por la luz de la luna. Octavio, en cambio, desaparecía. Iba quizá a despedirse de su víctima cotidiana o a tender las redes para que cayera en ellas, pasada la medianoche, la próxima enamorada.

El primer suicidio ocurrió después de la fiesta del Ecuador. Nadie encontraba a la pasajera proustiana de tercera clase. El último que la había visto se había cruzado con ella en la popa, después de que Octavio y Dolores habían dejado su acostumbrado mirador crepuscular. Debajo de unas sogas, un marinero encontró un papel arrugado que decía: "He renunciado a ti, ardiente de pasión. No se puede tener conciencia y corazón" .

La belleza y el prestigio del sexo todo lo pueden. Apenas si algunas personas miraron a Octavio con aires de recriminación. Más bien, le hicieron sentir a Angélica y a Dolores que ellas deberían haber convertido a Octavio en un hombre de familia. Angélica se protegió de esas miradas arrebujándose en un abrigo de piel de tigre.

Cuando llegaron a Dakar, ni Angélica ni Dolores quisieron bajar a tierra. Octavio lo hizo acompañado por un grupo de señoras. Una de ellas llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo de Hermès. Al atardecer, cuando el grupo volvió al barco, Octavio se precipitó a la popa para ver junto a Dolores cómo el puerto africano se perdía en la bruma. Por la mañana, un marinero vio atado a una de las cuerdas, un pañuelo que flameaba como la bandera de un amor desdichado. Entre los pliegues del foulard , había otra nota: "Tú te llevaste en tus labios aquel beso sagrado que yo había guardado para ti. Tú te llevaste en tus ojos aquel mundo de antojos que hallaste en los míos para ti" .

La palabra "antojos" sumió en perplejidad y en ensueños inconfesables a hombres y mujeres. Hasta los niños querían saber qué antojos podían llevar a la muerte a una dama. Esa curiosidad les descubrió precoz y simultáneamente el pecado y el placer.

De pronto, fue como si en el barco se hubiera desatado una epidemia. Todos miraban con aprensión a Angélica, Octavio y Dolores. Nadie se atrevía a hablarles de aquellas muertes. Las pestes son incontrolables. Y, por supuesto, los seres más débiles son los más propensos a enfermarse. Es inútil tomar precauciones. Es inútil hacer advertencias, como las que Angélica, sin esperanzas, les hacía a las infortunadas que le tendían sus manos marcadas por la desgracia.

Cuando el matrimonio y la sobrina entraban en el salón comedor, era como si las aguas se dividieran. De un lado, las mujeres que ansiaban sucumbir al destino se precipitaban sobre Octavio y lo apartaban para acapararlo. Del otro, las que ya habían sucumbido mostraban sus palmas implorantes a Angélica. Podían oírse palabras y expresiones sueltas como "volcán de pasión", "ebria de sus besos", "sed de desdicha". Angélica, hastiada, a todas les respondía con un cliché: "Deja que Dios o que el destino quiera y entonces la vida también lo querrá" .

Nadie se sorprendió, más bien era lo esperado. Después de la escala en las Canarias, la mucama de una pasajera de primera clase vio en la popa de los sacrificios, abandonada como al descuido, una túnica Delfos de Fortuny, que había pertenecido a su señora. Nada tan apropiado para un final trágico, a la griega, como esa tela de pliegues mínimos y sutiles como los de las esculturas helénicas.

Por suerte, el viaje llegaba a su fin. El último día transcurrió sin novedades. Habían dejado Cannes y navegaban hacia Génova. Angélica, antes de la comida, se tendió en una deck chair . Se imaginaba el destino de esas mujeres que se habían arrojado al mar en busca de la novela perdida. Las veía trepadas ridículamente a la barandilla, despeinadas, con las faldas levantadas y el maquillaje corrido por las lágrimas. Y después, el gesto postrero, de una dignidad lírica: la caída. El viento y la gravedad, la de Newton, las habrían arrastrado como hojas llevadas por la tormenta. Esa última frase era quizá demasiado cursi. Pero todo era tan cursi... Sus cuerpos habrían flotado por unos momentos y finalmente se habrían hundido bajo el manto de plata de la luna. ¿Debería haber dicho Selene? Todas habían elegido la noche para desaparecer. Mientras Angélica se entregaba a esas divagaciones y repasaba el cuaderno donde había anotado las despedidas de las infelices, Octavio se dirigió a la popa para ver la caída del sol. Esperó en vano a Dolores. Estuvo allí hasta que lo cubrió la oscuridad y llegó la hora de la cena. Esa noche, él y Angélica entraron del brazo en el salón comedor. Compartían esa soledad de dos delante de todo el pasaje, de los servidores y de la tripulación.

Por la mañana, Angélica y Octavio desembarcaron en Génova mientras todos, como el primer día, los observaban desde las cubiertas de primera, segunda y tercera clase. Cuando llegaron a la mitad de la planchada, un oficial corrió hasta ellos y les recordó que se olvidaban el sillón. Angélica se dio vuelta y, sin quitarse los anteojos negros de montura blanca, le dijo: "Sobra, arrójenlo al mar".

Por Hugo Beccacece
Para LA NACION