Blog de interés cultural, social y comunicacional. Site dedicado a la difusión de las artes y espectáculos. Pensamientos del colectivo imaginario. Reflexión sobre temas cotidianos. Una manera de proponer ideas para una Argentina mejor, comprometida con su gente, su pasado, presente y futuro. - EL OJO PARLANTE - Copyright © TM 2005 - 2008 - R.A.Carrasquet - Ciudad Autónoma de la Santísima Trinidad - Puerto de Santa María de los Buenos Aires - Sudamérica - República Argentina -

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5.5.07

- THE SHOPPING BOOK -



Feria del Libro

El shopping ilustrado

Cada vez se lee menos. Pero la Feria desborda de gente. ¿Un éxito cultural o comercial? Las razones de un fenómeno inexplicable.


Italo Calvino tenía razón. Para leer, los pies siempre constituyen un obstáculo. Debe ser por eso que cada año la idea de visitar la Feria del Libro me abruma: hay que caminar kilómetros allí dentro para salir con un libro. El esfuerzo es desproporcionado. Algo así como caminar entre las góndolas de un supermercado sorteando carritos, soportar estoicamente el ruido en el que suelen mezclarse los bajos de algún tema machacón, aguantar una cola interminable para pagar y finalmente salir sólo con una cajita de fósforos. Se me dirá que el libro no es una cajita de fósforos, que el libro es un sacrosanto objeto de la cultura. Bueno, no sé, no estoy tan segura, todo depende de qué libro se trate.

No soy de las personas que practican el fundamentalismo de la lectura. Creo que la afirmación de que la lectura enriquece no es absoluta. He leído muchos prospectos farmacéuticos antes de ingerir cualquier pastilla y la verdad es que no me siento enriquecida interiormente ni por el texto de las contraindicaciones ni por el de la posología. Leer enriquece cuando la lectura es rica. Por eso, la Feria no me inspira el respeto reverencial que, se supone, debe inspirar todo acontecimiento relacionado con los libros. Si tuviera que dar una definición de lo que es un libro de acuerdo con lo que veo expuesto allí, diría que es cualquier cosa que tenga dos tapas y un relleno, que un libro es la versión letrada del sándwich.

No es que recién ahora me haya dado cuenta de que un libro es una mercancía ni que ese hecho me horrorice. Al contrario, me parece que hablaría muy bien de una sociedad que se pagaran como se debe no sólo los libros, sino también el talento, la inteligencia, el saber, la creatividad que se necesitan para hacer libros y para hacer tantas otras cosas. Pero esa homogeneización de lo heterogéneo legitimada por la mera contigüidad, por el apretujamiento en las góndolas, me parece un exceso.

En el mismo espacio en que los libros de Nietzche continúan pregonando la muerte de Dios, la hermana Bernarda, firma ejemplares con la mirada bondadosa de quien descubre la revelación de la divinidad en cada ingrediente, desde las cerezas al maraschino hasta la ricota mezclada con azúcar.

Mientras un suicida vocacional se compra un libro de Ciorán con el secreto propósito de abrirse las venas con el filo del lomo, en una salita pequeña con nombre de escritor famoso una psicóloga presenta un libro de autoayuda infalible para mantener el estado de felicidad aun después de leer los diarios por la mañana o incluso bajo la amenaza de bombardeo nuclear. ¿Será ésta una muestra de la famosa y deseable democratización de la cultura o más bien una manifestación aggiornada del cambalache discepoleano de "la Biblia junto al calefón"?

En cualquier caso, dos cosas son seguras:

a) Existen diferencias sustanciales entre Nietzche y la hermana Bernarda, aunque la proximidad de las estanterías las oculte.

b) La Feria no es la generadora del "todo vale" que parece el signo distintivo de estos tiempos. Pero sí la responsable de reproducirlo de manera acrítica.

¿No son los libros los encargados de ayudarnos a distinguir quién es quién? ¿No son los libros los responsables de ayudarnos a diferenciar el papel histórico del Ché Guevara de las reivinciaciones de Nina Pelozo en "Bailando por un sueño" y de los comedores populares atendidos por Huberto Roviralta? Si la lectura sirve para desarrollar el sentido crítico, ¿por qué quienes se encargan de su difusión no lo tienen?

Deme dos. La Feria del Libro es un fenómeno curioso. Las estadísticas revelan que cada vez se lee menos. Los docentes se rasgan las vestiduras. La palabra "intelectual", que producía respeto en los 60, hoy se ha convertido en poco menos que un insulto. Desde que un ministro mandó a los investigadores a lavar los platos -y aun mucho antes- la inteligencia está más devaluada que el peso. ¿Cómo se explica entonces que cada año en el mes de abril parezca surgir una irrefrenable fiebre lectora como si el hambre de cultura fuera un fenómeno estacional?

Las editoriales quieren que sus autores presenten sus libros en la Feria porque es la única forma de garantizar público. Sus salas suelen llenarse hasta desbordar, mientras el resto del año, cada autor que presenta su libro en sociedad logra arrastrar, con suerte, a su familia para que llene las butacas de adelante, oficie de público y la reunión se anime un poco con sus largos bostezos.

Es probable que existan muchas respuestas para esta pregunta, pero recorriendo la Feria este año me surgió una que me parece muy evidente: la única forma de que la lectura adquiera la forma de una pasión masiva es que adopte la forma del shopping, el deporte nacional que nos hizo famosos en el exterior en la época de la plata dulce. Lo pensé mientras una chica alta, delgada y, por supuesto, rubia y con minifalda, igualita a las que pueden encontrarse en Alto Palermo, El Patio Bullrich o el Shopping Abasto y que dan a probar perfumes, me ofreció el Diario de la Feria. Más tarde, otra de iguales características me entregó un folleto de promoción de una editorial y una tercera, idéntica a las anteriores, me puso al tanto de las bondades del libro de un escritor de éxito.

Qué curioso que en un lugar donde, supuestamente, se venden productos de la inteligencia, se preocupen de que las promotoras sean lindas. Me pregunto si admitirán promotoras de un coeficiente intelectual altísimo y un coeficiente de belleza bajísimo, si una licenciada en Letras tendrán más posibilidades de promocionar libros que una chica ágrafa cuyas medidas sean 90-60-90.
Cholulismo cultural.

Frente al stand en que Martín Caparrós firmaba sus libros se formó una larga cola. Un grupo de señoras ansiosas comentaba: "es igualito a como sale en la tele". Este tipo de constatación es uno de los grandes atractivos de la Feria. ¿Los bigotes de Caparrós tienen, efectivamente, forma de manubrio? ¿Liliana Heker tiene el pelo tan lacio como se ve en la pantalla? ¿Andahazi es tan fashion com lo dejan entrever las contratapas? ¿Jorge Dorio tiene también en persona esa expresión de inteligencia y compromiso político para decir tonterías con aire doctoral para referirse a Gran Hermano? ¿Cómo estará David Viñas? Ya se lo veía viejo en las épocas en que salía con Solita Silveyra. ¡Ay, que divina Araceli! ¡Es una dulce! ¡Con la guita que tiene y se dedica a escribir libros para chicos!

Se formó otra larga cola para escuchar a Brian Weiss. Me pregunto si las personas que la integraban querrían saber si también hicieron shopping y cholulismo cultural en sus vidas pasadas.

Sería provechoso saber cuántas de las personas que asisten a la Feria del Libro son lectoras habituales. Mi modesta estadística personal me indica que quienes leen siempre visitan las librerías todo el año y que, salvo excepciones, no encuentran en la Feria nada que no hayan visto antes. También sería bueno saber cuántos de los libros que se compran bajo el efecto del consumismo cultural que equipara a Ludovica Squirru con Juanele Ortiz y a Araceli González con Marguerite Yourcenar en verdad se leen.

¿O será que, lejos de estimular la lectura en quienes habitualmente no la practican la Feria les permite sacar patente de cultos por mera concurrencia, como si se diera un fenómeno de ósmosis cultural cuando se camina entre libros apilados sin necesidad de que haya que leerlos nunca? Sin embargo, leer hace bien: incrementa la inteligencia y acelera la imaginación produciendo una gran sensación de bienestar. Es decir, un libro es lo más parecido a un yogur para aliviar el tránsito lento.

Por MÓNICA LÓPEZ OCÓN
Editora de Cultura e Internacionales
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Feria del Libro

El shopping ilustrado

Cada vez se lee menos. Pero la Feria desborda de gente. ¿Un éxito cultural o comercial? Las razones de un fenómeno inexplicable.


Italo Calvino tenía razón. Para leer, los pies siempre constituyen un obstáculo. Debe ser por eso que cada año la idea de visitar la Feria del Libro me abruma: hay que caminar kilómetros allí dentro para salir con un libro. El esfuerzo es desproporcionado. Algo así como caminar entre las góndolas de un supermercado sorteando carritos, soportar estoicamente el ruido en el que suelen mezclarse los bajos de algún tema machacón, aguantar una cola interminable para pagar y finalmente salir sólo con una cajita de fósforos. Se me dirá que el libro no es una cajita de fósforos, que el libro es un sacrosanto objeto de la cultura. Bueno, no sé, no estoy tan segura, todo depende de qué libro se trate.

No soy de las personas que practican el fundamentalismo de la lectura. Creo que la afirmación de que la lectura enriquece no es absoluta. He leído muchos prospectos farmacéuticos antes de ingerir cualquier pastilla y la verdad es que no me siento enriquecida interiormente ni por el texto de las contraindicaciones ni por el de la posología. Leer enriquece cuando la lectura es rica. Por eso, la Feria no me inspira el respeto reverencial que, se supone, debe inspirar todo acontecimiento relacionado con los libros. Si tuviera que dar una definición de lo que es un libro de acuerdo con lo que veo expuesto allí, diría que es cualquier cosa que tenga dos tapas y un relleno, que un libro es la versión letrada del sándwich.

No es que recién ahora me haya dado cuenta de que un libro es una mercancía ni que ese hecho me horrorice. Al contrario, me parece que hablaría muy bien de una sociedad que se pagaran como se debe no sólo los libros, sino también el talento, la inteligencia, el saber, la creatividad que se necesitan para hacer libros y para hacer tantas otras cosas. Pero esa homogeneización de lo heterogéneo legitimada por la mera contigüidad, por el apretujamiento en las góndolas, me parece un exceso.

En el mismo espacio en que los libros de Nietzche continúan pregonando la muerte de Dios, la hermana Bernarda, firma ejemplares con la mirada bondadosa de quien descubre la revelación de la divinidad en cada ingrediente, desde las cerezas al maraschino hasta la ricota mezclada con azúcar.

Mientras un suicida vocacional se compra un libro de Ciorán con el secreto propósito de abrirse las venas con el filo del lomo, en una salita pequeña con nombre de escritor famoso una psicóloga presenta un libro de autoayuda infalible para mantener el estado de felicidad aun después de leer los diarios por la mañana o incluso bajo la amenaza de bombardeo nuclear. ¿Será ésta una muestra de la famosa y deseable democratización de la cultura o más bien una manifestación aggiornada del cambalache discepoleano de "la Biblia junto al calefón"?

En cualquier caso, dos cosas son seguras:

a) Existen diferencias sustanciales entre Nietzche y la hermana Bernarda, aunque la proximidad de las estanterías las oculte.

b) La Feria no es la generadora del "todo vale" que parece el signo distintivo de estos tiempos. Pero sí la responsable de reproducirlo de manera acrítica.

¿No son los libros los encargados de ayudarnos a distinguir quién es quién? ¿No son los libros los responsables de ayudarnos a diferenciar el papel histórico del Ché Guevara de las reivinciaciones de Nina Pelozo en "Bailando por un sueño" y de los comedores populares atendidos por Huberto Roviralta? Si la lectura sirve para desarrollar el sentido crítico, ¿por qué quienes se encargan de su difusión no lo tienen?

Deme dos. La Feria del Libro es un fenómeno curioso. Las estadísticas revelan que cada vez se lee menos. Los docentes se rasgan las vestiduras. La palabra "intelectual", que producía respeto en los 60, hoy se ha convertido en poco menos que un insulto. Desde que un ministro mandó a los investigadores a lavar los platos -y aun mucho antes- la inteligencia está más devaluada que el peso. ¿Cómo se explica entonces que cada año en el mes de abril parezca surgir una irrefrenable fiebre lectora como si el hambre de cultura fuera un fenómeno estacional?

Las editoriales quieren que sus autores presenten sus libros en la Feria porque es la única forma de garantizar público. Sus salas suelen llenarse hasta desbordar, mientras el resto del año, cada autor que presenta su libro en sociedad logra arrastrar, con suerte, a su familia para que llene las butacas de adelante, oficie de público y la reunión se anime un poco con sus largos bostezos.

Es probable que existan muchas respuestas para esta pregunta, pero recorriendo la Feria este año me surgió una que me parece muy evidente: la única forma de que la lectura adquiera la forma de una pasión masiva es que adopte la forma del shopping, el deporte nacional que nos hizo famosos en el exterior en la época de la plata dulce. Lo pensé mientras una chica alta, delgada y, por supuesto, rubia y con minifalda, igualita a las que pueden encontrarse en Alto Palermo, El Patio Bullrich o el Shopping Abasto y que dan a probar perfumes, me ofreció el Diario de la Feria. Más tarde, otra de iguales características me entregó un folleto de promoción de una editorial y una tercera, idéntica a las anteriores, me puso al tanto de las bondades del libro de un escritor de éxito.

Qué curioso que en un lugar donde, supuestamente, se venden productos de la inteligencia, se preocupen de que las promotoras sean lindas. Me pregunto si admitirán promotoras de un coeficiente intelectual altísimo y un coeficiente de belleza bajísimo, si una licenciada en Letras tendrán más posibilidades de promocionar libros que una chica ágrafa cuyas medidas sean 90-60-90.
Cholulismo cultural.

Frente al stand en que Martín Caparrós firmaba sus libros se formó una larga cola. Un grupo de señoras ansiosas comentaba: "es igualito a como sale en la tele". Este tipo de constatación es uno de los grandes atractivos de la Feria. ¿Los bigotes de Caparrós tienen, efectivamente, forma de manubrio? ¿Liliana Heker tiene el pelo tan lacio como se ve en la pantalla? ¿Andahazi es tan fashion com lo dejan entrever las contratapas? ¿Jorge Dorio tiene también en persona esa expresión de inteligencia y compromiso político para decir tonterías con aire doctoral para referirse a Gran Hermano? ¿Cómo estará David Viñas? Ya se lo veía viejo en las épocas en que salía con Solita Silveyra. ¡Ay, que divina Araceli! ¡Es una dulce! ¡Con la guita que tiene y se dedica a escribir libros para chicos!

Se formó otra larga cola para escuchar a Brian Weiss. Me pregunto si las personas que la integraban querrían saber si también hicieron shopping y cholulismo cultural en sus vidas pasadas.

Sería provechoso saber cuántas de las personas que asisten a la Feria del Libro son lectoras habituales. Mi modesta estadística personal me indica que quienes leen siempre visitan las librerías todo el año y que, salvo excepciones, no encuentran en la Feria nada que no hayan visto antes. También sería bueno saber cuántos de los libros que se compran bajo el efecto del consumismo cultural que equipara a Ludovica Squirru con Juanele Ortiz y a Araceli González con Marguerite Yourcenar en verdad se leen.

¿O será que, lejos de estimular la lectura en quienes habitualmente no la practican la Feria les permite sacar patente de cultos por mera concurrencia, como si se diera un fenómeno de ósmosis cultural cuando se camina entre libros apilados sin necesidad de que haya que leerlos nunca? Sin embargo, leer hace bien: incrementa la inteligencia y acelera la imaginación produciendo una gran sensación de bienestar. Es decir, un libro es lo más parecido a un yogur para aliviar el tránsito lento.

Por MÓNICA LÓPEZ OCÓN
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