Blog de interés cultural, social y comunicacional. Site dedicado a la difusión de las artes y espectáculos. Pensamientos del colectivo imaginario. Reflexión sobre temas cotidianos. Una manera de proponer ideas para una Argentina mejor, comprometida con su gente, su pasado, presente y futuro. - EL OJO PARLANTE - Copyright © TM 2005 - 2008 - R.A.Carrasquet - Ciudad Autónoma de la Santísima Trinidad - Puerto de Santa María de los Buenos Aires - Sudamérica - República Argentina -

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9.1.08

- LA PROTESTA -




La protesta, un derecho francés


Por Alicia Dujovne Ortiz



PARIS

Hace poco leí una sabrosa biografía de François Villon, escrita por Francis Carco, más conocido por su dominio del argot de los bajos fondos parisienses en los años cuarenta que por el de los modismos populares en la Edad Media. Sabroso por la historia de ese tumultuoso poeta francés que, tras una vida aventurera, terminó en la horca, este libro también lo es, porque refleja un mundo medieval picante e insumiso, en el que los estudiantes y el pueblo de los gueux (los harapientos) pillan, roban, incendian y se pelean alegremente con una policía tan cruel como incapaz de contenerlos.

No he sido la única en recordar la historia francesa, frente a los últimos acontecimientos de principios de diciembre en un suburbio de París. Todos conocemos los hechos: un coche policial; dos chicos de quince y dieciséis años a bordo de una minúscula motoneta; el choque de inusitada violencia, instantáneamente mortal para los chicos, y que el barrio, acostumbrado a las bravuconadas permanentes de la fuerza pública contra todo muchacho con cara de inmigrante, no considera accidental; y después, el estallido, el garaje incendiado con todos los automóviles adentro, la hermosa biblioteca municipal transformada en cenizas. Lo más novedoso, en este caso, ha sido la aparición de las armas de fuego que, por primera vez, el suburbio ha dirigido contra la policía. Decenas de uniformados heridos y algunos muertos no representan un balance habitual. Las armas estaban allí, en el barrio, y todos lo sabían, así como todos coinciden en admitir que, al dispararlas, los amotinados han transpuesto un umbral.

La mención de los gueux no es inocente. Tenemos la costumbre de respetar ciertas revoluciones ideales y de mostrarnos despectivos ante ciertas revueltas humanas, demasiado humanas, como si hubiera movimientos populares de dos tipos, unos limpitos, y otros, no. Recordemos, en nuestro país, la expresión de un diputado radical al ver avanzar a la multitud rumbo a Plaza de Mayo, en octubre de 1945: “Aluvión zoológico”. Eran obreros, sin duda, pero obreros reales, vale decir, de los que sudan cuando hace calor. En realidad, fue el propio Marx, quien introdujo la diferencia, al privilegiar al heroico proletariado y desdeñar al lumpen proletariat de los desocupados, sospechosos y malhablados. Por desgracia, el aumento mundial del desempleo está borrando los límites entre unos y otros, y cada vez resulta más difícil ponerles a los primeros la coronita de buenos revolucionarios, y a los otros, las orejas de burro del simple voyou, o atorrante, como acaba de llamar a los revoltosos Nicolas Sarkozy, utilizando para ello un neologismo, voyoucratie o atorrantocracia, sacado del vocabulario de Jean-Marie Le Pen.

¿A qué categoría pertenecían los revoltosos de los que hablaban el cardenal de Retz, en 1648, (“el movimiento fue como un incendio súbito y violento, que empezó en el Pont-Neuf y se extendió a toda la ciudad. Hubo en París más de 200 barricadas en menos de dos horas”), o Flaubert, en 1848, (“los árboles de los bulevares, los faroles, los bancos, las rejas, los picos de gas, todo fue arrancado y derribado”)? ¿La Comuna de París fue más valorizada en su momento por el hecho de haber surgido de una ideología, o siguió siendo desestimada como el producto de la “clase peligrosa”, esos pobres que cargan con el epíteto de “vándalos”, tan útil para no prestar oídos a sus reclamos? El único que en ese entonces defendió a los incendiarios fue Víctor Hugo, en un magnífico poema que Bernard-Henri Lévy nos recuerda en su reciente libro, previo a los últimos disturbios y titulado Ce grand cadavre à la renverse (ese gran cadáver caído de bruces), sobre la decadencia de la izquierda a la que él, pese a todo, sigue considerando su familia.

La coincidencia entre el poema y los recientes acontecimientos es asombrosa. La Comuna había incendiado la biblioteca de las Tullerías, y el poeta encara a uno de los amotinados para reprocharle su “crimen inaudito”. Esos libros eran “tu propia llama”, le dice, la que debía guiarte con su luz hacia la libertad y el progreso. “Salvo que (Víctor Hugo) tiene la honestidad de preocuparse por la respuesta del incendiario –escribe Lévy–.Y éste le contesta “No sé leer”. Sólo un humilde “no sé leer”, que al mago, al Profeta, al hombre de las Luces, convencido de que abrir una escuela equivale a cerrar una prisión, le corta el aliento”.

BHL, como también se lo llama a ese filósofo tan de moda como mundano, pero que pese a ello, suele tener razón, ha evitado todo comentario público sobre las dramáticas escaramuzas de diciembre. Es probable que su silencio se deba a que los balazos ya resultan duros de tragar. En todo caso, su análisis de las revueltas anteriores, las que estallaron en 2005 a causa de una historia diabólicamente parecida a la que hoy nos ocupa (un coche de policía que persigue a dos adolescentes de origen inmigrante, que corren a refugiarse en un lugar electrificado y mueren electrocutados), sirve, en mi opinión, para esclarecer tanto aquella como ésta, y, sin ser agoreros, para tratar de entender las próximas, que la ausencia total de comprensión del fenómeno por parte de un buen sector de la sociedad francesa acaso vuelva inevitables.

Al estallar los disturbios de 2005, dice Lévy, muchos de sus colegas escritores se apresuraron a emplear el término maldito: barbarie. Las hordas de jóvenes encapuchados fueron asimiladas a las bandas fascistas y al Ku Klux Klan. También a él, por supuesto (¡y cómo no compartir su reacción!), las quemazones de colegios, guarderías, autobuses o, nuevamente, bibliotecas le parecieron “bárbaras”, en la medida en que no expresaban un pensamiento, sino un aullido de odio ajeno al uso de la palabra, una tormenta que recaía ciegamente, sobre todo lo que la sociedad les había dado a esos jóvenes para impulsarlos a avanzar. Sin embargo, su reflejo fue otro: por una parte, preguntarse, también él, si los levantamientos del pasado, más tarde blanqueados en los manuales de Historia, no conllevaron el mismo nihilismo y la misma violencia (“los movimientos sociales no siempre tienen cara de movimiento social”) y, por otra, buscar la parte de responsabilidad que a cada cual le toca. Al respecto me alegro de que este autor no dude en pronunciar valientemente una palabra desahuciada, sobre todo en momentos en que tanto se habla de posiciones “desacomplejadas” para justificar, por ejemplo, la falta de arrepentimiento ante la colonización o la insensibilidad ante la pobreza. Esa palabra es “vergüenza”.

Nunca se repetirá bastante que las banlieues de las ciudades francesas son guetos. No sólo de las francesas, por supuesto: es suficiente un viajecito a La Matanza para encontrar lo mismo, con más miseria, pero con igual acantonamiento en zonas de exclusión donde, para quedar al margen, basta con poseer cierto tipo de cara y vivir en cierto tipo de casa. Para hacerlo sencillo, digamos que uno de cada dos jóvenes de los suburbios, en Francia, está desocupado.

Contrariamente a lo manifestado por quienes le niegan a esta crisis todo carácter social, en ese medio en el que han estallado las chispas se concentra la más alta proporción de desempleados del país. Un medio en el que se vive la sensación de un exilio interior, hecho de frustraciones ante las promesas no cumplidas y ante la falta de igualdad en el goce de las oportunidades y en el ejercicio de los valores que caracterizan a la sociedad francesa, y en el que los hijos y los nietos de trabajadores, inmigrantes o no, nacen y crecen “determinados por una condición que los otros les asignan bajo forma de estigma”, como escribe Robert Castel en su libro La discriminación negativa.

Dentro de esa condición, responder de modo irracional a un supuesto “accidente”, sentido, con razón o sin ella, como una de tantas provocaciones policiales de corte xenófobo sufridas a diario, no deja de contener su lógica. El principio de toda revuelta es, precisamente, abandonar el lenguaje para pasar al acto. Nadie nos va a endilgar una perorata cartesiana en el instante de encender la mecha. En lo que a mí respecta, ni apruebo ni justifico lo ocurrido, pero comparto el sentimiento de vergüenza, un sentimiento de naturaleza ética que hallo importante rescatar.

También encuentro indispensable desechar las amalgamas fáciles, que diabolizan a toda la banlieue en su conjunto, frunciendo la nariz e imaginando batallones de barbudos fundamentalistas que, como lo acaba de declarar el ex ministro de educación Jules Ferry, se han entregado a un “ataque sistematizado contra los símbolos de la cultura occidental”.

Sin pretender tampoco angelizarlos, lo cierto es que ninguno de los iracundos es miembro de Al-Qaeda, por lo menos hasta hoy, ni tampoco, a excepción del grupito que enarboló las armas, forma parte de una mafia. En general, tanto en 2005 como ahora, se trata de muchachos desesperados que, ante la muerte de sus compañeros, a la que no creen casual, sólo atinan a romper como lo hacen los niños cuando destrozan un juguete, porque se enojan con los grandes.

¿Puro instinto desatado, entonces, pura explosión insensata? Ya lo he escrito en estas mismas páginas y quiero repetirlo: estas revueltas suburbanas no son ni senegalesas ni marroquíes; son francesas. En ese sentido, responden a un ideario más interiorizado de lo que pareciera. Las escuelas y bibliotecas a las que estos jovencitos han incendiado, acusándolas, sin proclama estructurada, pero acusándolas al fin, de haberles mentido con su libertad, su igualdad y su fraternidad, están precisamente en el origen de la rabia.

Herederos de prestigiosas revoluciones que les han legado sus convicciones sin que ellos mismos lo admitan de manera consciente, se quejan de que no se los deje ser enteramente lo que son –franceses–, con una fuerza que se inscribe dentro de una formidable tradición: la del país donde han nacido.

Es por eso que he leído con una consternada atención el artículo del escritor franco-árabe Tabah Tounsi, publicado por el diario Libération. Entre algunos consejos valiosos “a los jóvenes a los que les duele Francia”, tales como liberarse de la victimización y de la autoexclusión, Tounsi añade: “Los poderosos terminarán por abdicar si nosotros somos los mejores, ya que, como bien sabes, a competencia igual no serás tú quien gane”. Confieso que al leer esto pegué un respingo.

Ese mismo consejo ha sido dispensado durante siglos por las familias judías. Condenados a destacarse en la escuela para salvarse de varias otras condenas, los jóvenes judíos, por lo menos los de Europa del Este, acumularon sobre sus cabezas nuevos resentimientos. Durante mi viaje a Kishinev, una historiadora moldava me explicó seriamente que el pogrom de 1903 se había debido a que los judíos eran aborrecidos... por ser los mejores.

Ese es el motivo por el que una de las mayores reivindicaciones para los israelíes consiste en convertirse en un pueblo como cualquiera, ni mejor ni peor, igual. Sin duda, deseamos que los jóvenes franceses de origen árabe o africano sean excelentes estudiantes, pero no para hacer buena letra, logrando así el reconocimiento social que en cualquier forma se les debe y que, de acuerdo con las leyes de la República que les han inculcado, tienen derecho a exigir.

Todo el mundo estudia para progresar, pero, paradójicamente, verse obligados a alcanzar semejante grado de superación implicaría plegarse a una desigualdad de oportunidades que su propia educación francesa les impide aceptar. Aunque esta protesta suburbana se haya vuelto criminal por obra de unos cuantos excitados provistos de armamento y habituados a usarlo, en términos generales la encuentro bastante menos incoherente de lo que aparenta ser. La prueba es que algo ha conseguido: la investigación sobre la verdad del extraño choque en que dos pibes inocentes perdieron la vida sigue su curso, por fin inocultable. ¿Ahora quién se atreverá a amordazarla?

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9.1.08

- LA PROTESTA -




La protesta, un derecho francés


Por Alicia Dujovne Ortiz



PARIS

Hace poco leí una sabrosa biografía de François Villon, escrita por Francis Carco, más conocido por su dominio del argot de los bajos fondos parisienses en los años cuarenta que por el de los modismos populares en la Edad Media. Sabroso por la historia de ese tumultuoso poeta francés que, tras una vida aventurera, terminó en la horca, este libro también lo es, porque refleja un mundo medieval picante e insumiso, en el que los estudiantes y el pueblo de los gueux (los harapientos) pillan, roban, incendian y se pelean alegremente con una policía tan cruel como incapaz de contenerlos.

No he sido la única en recordar la historia francesa, frente a los últimos acontecimientos de principios de diciembre en un suburbio de París. Todos conocemos los hechos: un coche policial; dos chicos de quince y dieciséis años a bordo de una minúscula motoneta; el choque de inusitada violencia, instantáneamente mortal para los chicos, y que el barrio, acostumbrado a las bravuconadas permanentes de la fuerza pública contra todo muchacho con cara de inmigrante, no considera accidental; y después, el estallido, el garaje incendiado con todos los automóviles adentro, la hermosa biblioteca municipal transformada en cenizas. Lo más novedoso, en este caso, ha sido la aparición de las armas de fuego que, por primera vez, el suburbio ha dirigido contra la policía. Decenas de uniformados heridos y algunos muertos no representan un balance habitual. Las armas estaban allí, en el barrio, y todos lo sabían, así como todos coinciden en admitir que, al dispararlas, los amotinados han transpuesto un umbral.

La mención de los gueux no es inocente. Tenemos la costumbre de respetar ciertas revoluciones ideales y de mostrarnos despectivos ante ciertas revueltas humanas, demasiado humanas, como si hubiera movimientos populares de dos tipos, unos limpitos, y otros, no. Recordemos, en nuestro país, la expresión de un diputado radical al ver avanzar a la multitud rumbo a Plaza de Mayo, en octubre de 1945: “Aluvión zoológico”. Eran obreros, sin duda, pero obreros reales, vale decir, de los que sudan cuando hace calor. En realidad, fue el propio Marx, quien introdujo la diferencia, al privilegiar al heroico proletariado y desdeñar al lumpen proletariat de los desocupados, sospechosos y malhablados. Por desgracia, el aumento mundial del desempleo está borrando los límites entre unos y otros, y cada vez resulta más difícil ponerles a los primeros la coronita de buenos revolucionarios, y a los otros, las orejas de burro del simple voyou, o atorrante, como acaba de llamar a los revoltosos Nicolas Sarkozy, utilizando para ello un neologismo, voyoucratie o atorrantocracia, sacado del vocabulario de Jean-Marie Le Pen.

¿A qué categoría pertenecían los revoltosos de los que hablaban el cardenal de Retz, en 1648, (“el movimiento fue como un incendio súbito y violento, que empezó en el Pont-Neuf y se extendió a toda la ciudad. Hubo en París más de 200 barricadas en menos de dos horas”), o Flaubert, en 1848, (“los árboles de los bulevares, los faroles, los bancos, las rejas, los picos de gas, todo fue arrancado y derribado”)? ¿La Comuna de París fue más valorizada en su momento por el hecho de haber surgido de una ideología, o siguió siendo desestimada como el producto de la “clase peligrosa”, esos pobres que cargan con el epíteto de “vándalos”, tan útil para no prestar oídos a sus reclamos? El único que en ese entonces defendió a los incendiarios fue Víctor Hugo, en un magnífico poema que Bernard-Henri Lévy nos recuerda en su reciente libro, previo a los últimos disturbios y titulado Ce grand cadavre à la renverse (ese gran cadáver caído de bruces), sobre la decadencia de la izquierda a la que él, pese a todo, sigue considerando su familia.

La coincidencia entre el poema y los recientes acontecimientos es asombrosa. La Comuna había incendiado la biblioteca de las Tullerías, y el poeta encara a uno de los amotinados para reprocharle su “crimen inaudito”. Esos libros eran “tu propia llama”, le dice, la que debía guiarte con su luz hacia la libertad y el progreso. “Salvo que (Víctor Hugo) tiene la honestidad de preocuparse por la respuesta del incendiario –escribe Lévy–.Y éste le contesta “No sé leer”. Sólo un humilde “no sé leer”, que al mago, al Profeta, al hombre de las Luces, convencido de que abrir una escuela equivale a cerrar una prisión, le corta el aliento”.

BHL, como también se lo llama a ese filósofo tan de moda como mundano, pero que pese a ello, suele tener razón, ha evitado todo comentario público sobre las dramáticas escaramuzas de diciembre. Es probable que su silencio se deba a que los balazos ya resultan duros de tragar. En todo caso, su análisis de las revueltas anteriores, las que estallaron en 2005 a causa de una historia diabólicamente parecida a la que hoy nos ocupa (un coche de policía que persigue a dos adolescentes de origen inmigrante, que corren a refugiarse en un lugar electrificado y mueren electrocutados), sirve, en mi opinión, para esclarecer tanto aquella como ésta, y, sin ser agoreros, para tratar de entender las próximas, que la ausencia total de comprensión del fenómeno por parte de un buen sector de la sociedad francesa acaso vuelva inevitables.

Al estallar los disturbios de 2005, dice Lévy, muchos de sus colegas escritores se apresuraron a emplear el término maldito: barbarie. Las hordas de jóvenes encapuchados fueron asimiladas a las bandas fascistas y al Ku Klux Klan. También a él, por supuesto (¡y cómo no compartir su reacción!), las quemazones de colegios, guarderías, autobuses o, nuevamente, bibliotecas le parecieron “bárbaras”, en la medida en que no expresaban un pensamiento, sino un aullido de odio ajeno al uso de la palabra, una tormenta que recaía ciegamente, sobre todo lo que la sociedad les había dado a esos jóvenes para impulsarlos a avanzar. Sin embargo, su reflejo fue otro: por una parte, preguntarse, también él, si los levantamientos del pasado, más tarde blanqueados en los manuales de Historia, no conllevaron el mismo nihilismo y la misma violencia (“los movimientos sociales no siempre tienen cara de movimiento social”) y, por otra, buscar la parte de responsabilidad que a cada cual le toca. Al respecto me alegro de que este autor no dude en pronunciar valientemente una palabra desahuciada, sobre todo en momentos en que tanto se habla de posiciones “desacomplejadas” para justificar, por ejemplo, la falta de arrepentimiento ante la colonización o la insensibilidad ante la pobreza. Esa palabra es “vergüenza”.

Nunca se repetirá bastante que las banlieues de las ciudades francesas son guetos. No sólo de las francesas, por supuesto: es suficiente un viajecito a La Matanza para encontrar lo mismo, con más miseria, pero con igual acantonamiento en zonas de exclusión donde, para quedar al margen, basta con poseer cierto tipo de cara y vivir en cierto tipo de casa. Para hacerlo sencillo, digamos que uno de cada dos jóvenes de los suburbios, en Francia, está desocupado.

Contrariamente a lo manifestado por quienes le niegan a esta crisis todo carácter social, en ese medio en el que han estallado las chispas se concentra la más alta proporción de desempleados del país. Un medio en el que se vive la sensación de un exilio interior, hecho de frustraciones ante las promesas no cumplidas y ante la falta de igualdad en el goce de las oportunidades y en el ejercicio de los valores que caracterizan a la sociedad francesa, y en el que los hijos y los nietos de trabajadores, inmigrantes o no, nacen y crecen “determinados por una condición que los otros les asignan bajo forma de estigma”, como escribe Robert Castel en su libro La discriminación negativa.

Dentro de esa condición, responder de modo irracional a un supuesto “accidente”, sentido, con razón o sin ella, como una de tantas provocaciones policiales de corte xenófobo sufridas a diario, no deja de contener su lógica. El principio de toda revuelta es, precisamente, abandonar el lenguaje para pasar al acto. Nadie nos va a endilgar una perorata cartesiana en el instante de encender la mecha. En lo que a mí respecta, ni apruebo ni justifico lo ocurrido, pero comparto el sentimiento de vergüenza, un sentimiento de naturaleza ética que hallo importante rescatar.

También encuentro indispensable desechar las amalgamas fáciles, que diabolizan a toda la banlieue en su conjunto, frunciendo la nariz e imaginando batallones de barbudos fundamentalistas que, como lo acaba de declarar el ex ministro de educación Jules Ferry, se han entregado a un “ataque sistematizado contra los símbolos de la cultura occidental”.

Sin pretender tampoco angelizarlos, lo cierto es que ninguno de los iracundos es miembro de Al-Qaeda, por lo menos hasta hoy, ni tampoco, a excepción del grupito que enarboló las armas, forma parte de una mafia. En general, tanto en 2005 como ahora, se trata de muchachos desesperados que, ante la muerte de sus compañeros, a la que no creen casual, sólo atinan a romper como lo hacen los niños cuando destrozan un juguete, porque se enojan con los grandes.

¿Puro instinto desatado, entonces, pura explosión insensata? Ya lo he escrito en estas mismas páginas y quiero repetirlo: estas revueltas suburbanas no son ni senegalesas ni marroquíes; son francesas. En ese sentido, responden a un ideario más interiorizado de lo que pareciera. Las escuelas y bibliotecas a las que estos jovencitos han incendiado, acusándolas, sin proclama estructurada, pero acusándolas al fin, de haberles mentido con su libertad, su igualdad y su fraternidad, están precisamente en el origen de la rabia.

Herederos de prestigiosas revoluciones que les han legado sus convicciones sin que ellos mismos lo admitan de manera consciente, se quejan de que no se los deje ser enteramente lo que son –franceses–, con una fuerza que se inscribe dentro de una formidable tradición: la del país donde han nacido.

Es por eso que he leído con una consternada atención el artículo del escritor franco-árabe Tabah Tounsi, publicado por el diario Libération. Entre algunos consejos valiosos “a los jóvenes a los que les duele Francia”, tales como liberarse de la victimización y de la autoexclusión, Tounsi añade: “Los poderosos terminarán por abdicar si nosotros somos los mejores, ya que, como bien sabes, a competencia igual no serás tú quien gane”. Confieso que al leer esto pegué un respingo.

Ese mismo consejo ha sido dispensado durante siglos por las familias judías. Condenados a destacarse en la escuela para salvarse de varias otras condenas, los jóvenes judíos, por lo menos los de Europa del Este, acumularon sobre sus cabezas nuevos resentimientos. Durante mi viaje a Kishinev, una historiadora moldava me explicó seriamente que el pogrom de 1903 se había debido a que los judíos eran aborrecidos... por ser los mejores.

Ese es el motivo por el que una de las mayores reivindicaciones para los israelíes consiste en convertirse en un pueblo como cualquiera, ni mejor ni peor, igual. Sin duda, deseamos que los jóvenes franceses de origen árabe o africano sean excelentes estudiantes, pero no para hacer buena letra, logrando así el reconocimiento social que en cualquier forma se les debe y que, de acuerdo con las leyes de la República que les han inculcado, tienen derecho a exigir.

Todo el mundo estudia para progresar, pero, paradójicamente, verse obligados a alcanzar semejante grado de superación implicaría plegarse a una desigualdad de oportunidades que su propia educación francesa les impide aceptar. Aunque esta protesta suburbana se haya vuelto criminal por obra de unos cuantos excitados provistos de armamento y habituados a usarlo, en términos generales la encuentro bastante menos incoherente de lo que aparenta ser. La prueba es que algo ha conseguido: la investigación sobre la verdad del extraño choque en que dos pibes inocentes perdieron la vida sigue su curso, por fin inocultable. ¿Ahora quién se atreverá a amordazarla?