- ADMISION -
Derecho de admisión
Por Félix V. Lonigro
Para LA NACION - Opinión
Uno de los derechos que los seres humanos tenemos por el solo hecho de existir es el de la igualdad. Así como el derecho a vivir, el de gozar de buena salud física y psíquica, de un buen nombre y honor, el de la intimidad y privacidad, el de la libertad ambulatoria y también el de pensar y creer, el derecho a la igualdad es considerado personalísimo, y no necesitamos que un constituyente o legislador nos lo conceda para poder gozar de él.
Este derecho natural a la igualdad debe ser entendido en un sentido civil (todos somos iguales ante la ley y ante los gobernantes), y en un sentido social (no hay habitantes más importantes o privilegiados que otros, independientemente de la profesión, cargo, título o situación económica de cada uno). Pero además es el tronco común de algunas otras potestades o facultades, tales como el derecho a no ser discriminados, y el derecho de admisión y permanencia en un ámbito determinado.
A la luz del actual proyecto de ley presentado por la Defensoría del Pueblo de la ciudad de Buenos Aires para obligar a los colegios privados a que fundamenten cualquier decisión por la cual no aceptan o no renuevan vacantes de alumnos, el derecho de admisión cobró nuevamente protagonismo, y probablemente muchos lo coloquen, conceptualmente, en las antípodas del derecho a la igualdad. La cuestión por dilucidar, entonces, es si existe compatibilidad entre el ejercicio del derecho de admisión por parte de un colegio privado y el ejercicio del derecho a la igualdad y a educarse por parte de los ciudadanos.
Un análisis jurídico sobre el particular exige tener presente que no hay derechos que puedan ser ejercidos en forma absoluta, porque de lo contrario existiría la posibilidad de que muchos, al querer ejercerlos, terminaran perjudicando a terceros o dañando la moral y las buenas costumbres de la sociedad, lo cual constituiría un claro abuso del derecho.
En este sentido, el Código Civil de la Nación dice expresamente que la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos, los que, por lo tanto, pueden ser limitados, restringidos y regulados a través de la ley, aunque esa reglamentación, para ser constitucionalmente válida, no debe alterar los derechos, cuya regulación efectúa.
Por otra parte, es indispensable no perder de vista que cuando el Congreso dicta leyes para regular la convivencia social, necesariamente recorta o limita el ejercicio de los derechos de algunos en beneficio de otros. Ahora bien: cuando esas leyes reglamentarias de los derechos utilizan parámetros arbitrarios tales como el sexo, la religión, la raza, la posición económica, LA NACIONalidad o las características físicas, se convierten en discriminatorias. Del mismo modo, ningún integrante de la sociedad puede limitar el ejercicio de los derechos ajenos. Menos aún utilizando los criterios señalados, porque si lo hicieran los estarían ejerciendo abusivamente, y además estarían cometiendo el delito previsto en la ley 23.592.
Las autoridades de cualquier colegio privado, como también el dueño de un lugar al que accede el público (bares, restaurantes y otros) están facultados para impedir el ingreso de alumnos o público, respectivamente, en la medida en que los fundamentos no sean arbitrarios ni discriminatorios. En este caso estarían ejerciendo el derecho de admisión de un modo razonable, y si bien al hacerlo podrían producir una limitación del derecho a la igualdad, ella no sería ilegal ni antijurídica. En cambio, un ejercicio irrazonable del derecho de admisión o permanencia genera la incompatibilidad con el derecho a la igualdad, y es entonces cuando debe cesar.
No es cierto que el ejercicio del derecho de admisión sea, en sí mismo, inconstitucional, porque afecta intereses ajenos; por el contrario, como todos los derechos puede ser ejercido razonablemente y puede prevalecer sobre otro que sea incompatible con la admisión o permanencia de quien pretenda ejercerlo.
La convivencia social exige la existencia de leyes que restrinjan los derechos de algunos para evitar el mal de los otros, así como de jueces que, producida la colisión de esas potestades, pongan las cosas en su lugar. Después, quien considere que ha sido perjudicado tiene abierta la vía judicial para reclamar por los daños y perjuicios pretendidamente ocasionados. Al fin y al cabo, la existencia de las leyes y de los jueces sirven para hacer posible la convivencia social, es decir, para compatibilizar de la mejor manera posible el ejercicio civilizado de los derechos por parte de todos los integrantes de la comunidad.
El autor es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires.
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