- ¿SE VIENE EL CAMBIO? -
Oposiciones locales
Caricatura: Alfredo Sabat
Por Natalio Botana
Para LA NACION
La victoria de Mauricio Macri y Gabriela Michetti en la ciudad de Buenos Aires se inscribe en el marco de nuestro régimen federal. A simple vista, podría parecer contradictorio postular que las elecciones del domingo pasado remiten a esta característica fundamental de nuestra política cuando, para ojos propios y ajenos, Buenos Aires es el centro del país. No es sin embargo así, entre otros motivos porque, en estos momentos, asistimos a un florecimiento de los liderazgos provinciales y de distrito y a una atonía de los liderazgos nacionales, salvo el que se expresa a través del matrimonio Kirchner.
En gran medida, éste es otro coletazo -no necesariamente el último- de la crisis de representación que se abrió desde hace ya un largo lustro. Veamos por qué. En primer lugar, es preciso subrayar de nuevo el hecho de las elecciones escalonadas. Esta es una creación espontánea derivada de nuestros usos electorales que, por ejemplo, no se practica en los Estados Unidos. Mediante este método, la ciudadanía participa en una sucesión de pruebas electorales que se prolongan durante un año y culminan con una elección nacional para presidente ubicada en el último trimestre.
No está claro si las elecciones escalonadas pueden beneficiar al Gobierno en funciones o a la oposición. En 1999, la Alianza de Fernando de la Rúa y "Chacho" Alvarez ganó en las elecciones nacionales y perdió, a favor del justicialismo, en los comicios provinciales de los meses previos. En 2003, debido a la renuncia anticipada de Eduardo Duhalde, la mayoría de los comicios provinciales ocurrieron después de los nacionales. Néstor Kirchner y el justicialismo aprovecharon la coyuntura y acentuaron el proceso que se denominó de "construcción de poder".
¿Qué pasará en este año cargado de apuestas fuertes? Por cierto ya se está avanzando en este juego con intenso ritmo, sobre todo, cuando el escalonamiento coincide con un distrito de los llamados grandes. Hasta el domingo pasado, el Gobierno había tenido un buen desempeño en los comicios previos de distritos chicos y medianos, pero la eclosión porteña, con el registro de un contundente voto opositor, ha puesto las cosas al rojo vivo. Por donde se la mire, la elección mostró un rendimiento notable de la fórmula ganadora, aunque el segundo puesto que obtuvo Daniel Filmus permite potenciar en la segunda vuelta toda la artillería pesada que ya se disparó contra Jorge Telerman.
Aun así, éstas no son las armas principales, porque Macri y Michetti acertaron en detectar en la opinión una suerte de fatiga moral -en muchos sectores, un hartazgo- ante la prepotencia del poder (cansancio que, por otra parte, podría advertirse también en el leve descenso del nivel de participación electoral). En rigor, el problema que hoy nos convoca y a la vez provoca perplejidad consiste en acortar la tremenda distancia que se advierte entre la ciudadanía y sus representantes. Cuando esa brecha disminuye es porque los electores, cansados de tantas frustraciones, reconocen en los candidatos a interlocutores próximos, ajenos tal vez al engaño ideológico y a la mentira mediática.
Esta recuperación de un concepto más tolerante de la ciudadanía, donde la conversación y el diálogo logren predominar sobre el discurso impuesto desde arriba y la confrontación belicosa, se está desarrollando lentamente en los entresijos del régimen federal. En las provincias (y no olvidemos que la ciudad de Buenos Aires es una provincia sui géneris), los liderazgos se están formando como si el dinamismo de la democracia, resistente por naturaleza a cualquier encasillamiento, estuviese cobrando una necesaria revancha frente al vacío de representación de hace unos años. Este es un efecto de nuestro federalismo electoral, incesante y activo, que contrasta con un creciente unitarismo fiscal.
No obstante, el cuadro de los comicios provinciales está muy lejos de ser homogéneo. En Misiones y Neuquén (donde el partido hegemónico que controla a la provincia derrotó al candidato apoyado por el Gobierno), en las tribulaciones de los procónsules de Santa Cruz, en Santa Fe o en la ciudad de Buenos Aires, todas ellas, están pintando un cuadro heterogéneo.
Tan heterogéneo que es posible (si Mauricio Macri y Hermes Binner triunfan, respectivamente, en la ciudad de Buenos Aires y en Santa Fe en septiembre) que podamos ver en acto a dos proyectos gubernamentales opuestos, típicos de las democracias maduras: un gobierno de centro, más inclinado a la derecha en el distrito porteño, y un gobierno de centro socialdemócrata, más inclinado a la izquierda en Santa Fe. El centro, pues, que mira hacia uno y otro punto del espectro de posibilidades.
De cara a esta imagen, se podría argumentar que la Argentina atraviesa un umbral novedoso. Nuevos liderazgos, nuevo estilo para hacer política, apertura, según el programa de cada oferta, hacia un horizonte reformista. El problema es que estas visiones del buen gobierno republicano carecen, por ahora, de articulación nacional. Paradójicamente, adquieren vigencia y valor ciudadano por su empeño en no trascender las fronteras de su distrito o provincia. Son, por lo tanto, aproximaciones a un proyecto de reestructuración del sistema representativo aún pendiente.
Mientras esta empresa se pone en marcha, el Gobierno interviene en las elecciones mediante el aparato del partido presidencialista. Lo hace con energía facciosa, planteando dicotomías fuertes sobre el pasado y el presente, procurando siempre identificar a la "derecha noventista" como su enemigo principal. Así, este temperamento busca desplazar las estrategias "federalistas" que concentran su acción en los distritos, enarbolando un programa nacional más ideológico y, en todo caso, decididamente anclado en la figura del presidente. Hasta han resucitado en los cánticos de la militancia la vetusta consigna del proyecto nacional.
Las ambiciones están, pues, a la vista: el poder central contra el poder local, especialmente si los electores se inclinan en un distrito hacia la derecha. La puja daría la impresión de estar desbalanceada, siempre y cuando no se omita el dato de que un candidato oficial (para el caso Filmus -Kirchner) carga también con el fardo de una gestión erosionada sobre varios flancos. Debe y haber: la política energética puede aumentar el descontento tanto como la política previsional puede conquistar una porción del voto de la tercera edad. Y, además, está la diferencia abrumadora de sufragios entre el primero y el segundo, muy difícil de achicar.
De todos modos, aun aceptando la hipótesis de que Filmus alcance una derrota honorable (hipótesis de mínima, con la cual podrían consolarse) persiste la incógnita que, en el campo de la oposición, plantean estos liderazgos de raigambre local desvinculados de referentes nacionales. Se entiende, en este contexto, el intento frustrado de Elisa Carrió, merced a la alianza con Jorge Telerman, para tallar en el distrito frente a los candidatos del Presidente. Hubiese sido una pugna entre liderazgos nacionales que, a la luz de los magros resultados obtenidos, se ha convertido en la historia que no fue.
He aquí entonces el desafío del año 2007: encontrar el cemento, la argamasa capaz de unir estos fragmentos dispares de la renovación del sistema representativo que están surgiendo al calor del federalismo electoral. Si este hipotético liderazgo no alcanzara a formular una respuesta, el unitarismo hegemónico del partido presidencialista seguirá prevaleciendo y con ello volvería a probarse que también las victorias, más que por virtudes propias, son producto de la defección de los contrarios.
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