- UNA PAIS... -
Un país sin estrategia
Por Ricardo Esteves
Para LA NACION
Caricatura: Kovensky
Un país carece de estrategia cuando toma decisiones erráticas, contradictorias, que no contemplan los intereses de largo plazo, sino que responden a las demandas de la ocasión, a objetivos menores o a mezquinos intereses políticos.
Tomemos por caso el ejemplo de la carne. El país -por imprevisiones y trabas a la producción de anteriores administraciones- optaba por aplicar las famosas vedas, que impedían la venta en determinados días de la semana para restringir artificialmente el consumo interno y dar cumplimiento, así, a los compromisos de exportación.
O, justo al revés, prohíbe las exportaciones, desincentivando una vez más la producción y haciendo que los productores de carne transfieran a los consumidores una parte del precio. Esto les genera un nivel de vida más alto del que correspondería con el stock ganadero del país y con su capacidad de producción vacuna.
Hay otros casos, el más emblemático de los cuales es el de la energía y la infraestructura. En esos sectores, en una década el país crea condiciones favorables para la inversión, y la inversión se concreta en gran escala. Pero en la década siguiente, y más allá de las razones que todos comprendemos -no estamos juzgando, sino tratando de mirar en perspectiva-, se cambian las reglas de juego, se pesifican y se congelan las tarifas, obligando a los inversores a subsidiar el uso de esos servicios a favor de los consumidores.
Aquí también, y a gran escala, se produce una transferencia de recursos que artificialmente mejora -porque no es sostenible en el largo plazo- el nivel de ingresos de la sociedad. Si antes se apeló al crédito externo -que no se pudo devolver- o a la venta de activos comunitarios para sostener un nivel de vida que no era acorde con las reales fuerzas productivas de la Argentina, hoy el atajo pasa por cercenarles los recursos a los que en otra década apostaron por el país en servicios públicos.
Las reglas actuales alientan el despilfarro y desincentivan la inversión.
Los cambios drásticos de rumbo se dan también en el campo ideológico. Durante décadas, sufrimos la diáspora de talento argentino que tenía el pecado de ser de izquierda. Se dilapidó, así, un capital humano que emigró a Europa, a los Estados Unidos y a países de América latina. Investigadores y científicos, profesores y gente de tantas otras profesiones que, por el hecho de ver cerradas las puertas a lo que eran sus vocaciones -y en los peores años, por verse perseguidos y amenazados- por simpatizar con las corrientes de izquierda, tuvieron que dejar su país. Profesores que no tenían acceso a la universidad, directores de orquesta y actores que no podían entrar en las radios o en los canales de televisión.
Sin embargo, a pesar de la proclamada nueva política, hemos vuelto a las proscripciones, pero esta vez contra la derecha. Profesores a los que no se les permite dar clases, nombres prohibidos para determinados puestos de trabajo...
Como gran virtud, y esto debe admitirlo aún el más acérrimo crítico, la Argentina muestra por primera vez en su historia moderna una situación de equilibrio en sus cuentas macroeconómicas: superávit fiscal (entre lo que recauda y gasta el Estado) y superávit de cuenta corriente con el exterior (entre el capital que entra y el que sale).
Es, realmente, un dato muy importante.
Todas las crisis que vivió el país en los últimos 50 o 60 años se debieron a que el Estado nacional, en lugar de superávit, acumulaba crecientes déficits, que lo llevaban al punto de no poder cumplir con el pago de sus deudas -internas o internacionales- ni con el pago de los sueldos y demás gastos corrientes del sector público. O bien a que el Banco Central, en este caso por déficit en la balanza de pagos, carecía de los recursos para adquirir las divisas que necesitaba la economía para funcionar.
Cuando se llegaba a estas situaciones, había que hacer un viraje de 180 grados. Se tomaban drásticas medidas, que afectaban tanto a los grupos productivos como a los sectores de bajos recursos. Estos debían sacrificar una parte importante de sus ingresos para darle oxígeno nuevamente al Estado. La sociedad siempre pagó por las crisis.
En parte era lógico, porque al vivir por encima de las posibilidades se pagaban ingresos que llevaron al sector privado a la pérdida de rentabilidad y al achicamiento, y al Estado, al colapso cíclico.
La extraordinaria bonanza macroeconómica que exhibe hoy la Argentina se apoya en aquellos superávits, y por eso el país pudo crecer a tasas tan altas. Allí está el secreto del milagro argentino, que está basado en tres condiciones muy importantes, dos de ellas, internas, y la otra, externa.
En el plano interno, después de la crisis de 2001-2002, la sociedad civil hizo un sacrificio acorde con las circunstancias, redujo significativamente sus ingresos, y por primera vez en muchas décadas se atuvo a vivir un poco más acorde con la realidad del limitado aparato productivo. Esos ingresos de los que se privó alimentan en buena parte al superávit del Estado.
El otro factor interno fue la referida pesificación y congelamiento de los precios de los servicios públicos.
Por lo tanto, el ajuste de la Argentina para aproximarse a una vida de acuerdo con sus posibilidades tiene dos fuentes: el sacrificio que hizo la sociedad -fundamentalmente, los sectores de ingresos más bajos: por eso, las tasas altas de pobreza- y la quita que se impuso a los que modernizaron los sectores privatizados. La sociedad está consumiendo en estos años -sin contemplar su reposición- el capital que ellos invirtieron en el país. Ese proceso está llegando a su fin.
Cuando arribemos a ese punto, o bien deberemos pagar el precio real de esos servicios, con pérdida de parte de nuestros ingresos, o bien deberemos contentarnos con viajar a pie, vivir con muy poca luz y morirnos de frío en invierno.
El otro gran factor de la bonanza argentina, el externo, está dado en los excepcionales precios de los productos de exportación. Gracias a Dios, todo indica que están aquí para quedarse, pero no alcanzan por sí solos para pagar las facturas de toda la sociedad.
El país se enfrenta hoy a un gran dilema. Por un lado está la sociedad, que pretende recobrar el nivel de ingresos que tenía antes de la crisis y que supone que eso le corresponde, sin contemplar que era ficticio, que estaba alimentado por el crédito externo y la venta de activos comunitarios, factores a los que ya no se puede apelar. Tras cinco años de alto crecimiento, la sociedad entiende que ahora llegó su turno.
Si el Estado -azuzado por los sindicatos, a los que reposicionó en una situación de fuerza- actúa con "mano alegre", recurre a un nuevo atajo e intenta restablecer los niveles de consumo de antes de la crisis sin haber aumentado la estructura productiva, nos retrotraerá al círculo vicioso de estancamiento y frustración.
O, dicho de otra forma, si se pretende bajar artificialmente los actuales altos niveles de pobreza, fogoneando el consumo o buscando a qué sector quitarle una parte de su ingreso, violando reglas, desalentando la inversión y aumentando el gasto sin la contrapartida de una mayor producción, los logros serán ficticios y, por lo tanto, efímeros.
La única salida es potenciar las actividades productivas, para que crezca la oferta de bienes y haya más empleo genuino. El sector agropecuario y el interior del país han dado testimonio de lo que se puede lograr. Si la industria y los servicios perciben que hay una estrategia que respetará la inversión, harán su aporte para el despegue definitivo.
La plataforma conseguida en estos cinco años de superávit y crecimiento es un dato inmejorable para romper la tradición de frustraciones. Los problemas, si son encarados con decisión, pueden convertirse en oportunidades: sectores en los que puede concentrarse una inversión que potencie aún más el crecimiento.
La Argentina del gran despegue es aún posible, y está al alcance de la mano.
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