- NUESTRO CINE -
Una imposibilidad del cine
Maximiliano Tomas
Diario Perfil
Quizá no sea éste el espacio más adecuado para volver sobre la reducción de la oferta cultural y, sobre todo, el empobrecimiento de la cartelera cinematográfica que vuelve siempre con las vacaciones de invierno –la industria cultural aprendió hace mucho que los adolescentes pueden convertirse en perfectas máquinas de consumir, y desde hace un tiempo extendió sus tentáculos al público infantil, lo que transforma a los padres en rehenes de caprichos cada vez más onerosos, y a los adultos sin hijos en parias obligados a escapar de las inmediaciones de cines y centros comerciales. Pero quede dicho: que El caimán, la última película de Nanni Moretti, sea exhibida en formato DVD ampliado sólo en dos salas periféricas de la Ciudad de Buenos Aires habla de un estado de situación que pocos se interesan en revertir.
Aún más si se tiene en cuenta que Moretti no estrenaba desde 2001, cuando sorprendió a todos con La habitación del hijo, y que el italiano, recordado sobre todo por Caro diario y Aprile, cuenta con una pequeña pero fiel masa de espectadores en la Argentina, algo similar a lo que ocurre, por ejemplo, con Woody Allen. (Las comparaciones entre Moretti y Allen no son del todo acertadas: si Allen está enamorado de Manhattan y Moretti de Roma, si los dos se presentan como antihéroes torpes y románticos, lo que en Allen es psicoanálisis, raciocinio y humor judío, en Moretti es compromiso ideológico, ateísmo humanista y pura sensualidad.)
La trama de El caimán presenta algunos hilos sueltos, pero su apuesta es altísima: la historia de un cineasta clase B que decide –mientras se enfrenta a una crisis creativa y al desmoronamiento de su matrimonio– dirigir el guión que le presenta una documentalista amateur sobre un empresario mafioso inspirado en... Silvio Berlusconi. Lentamente, lo de Moretii se transforma en un retrato crudísimo de la Italia contemporánea: un patchwork donde cabe el cine dentro del cine, la comedia romántica y las patéticas y reales intervenciones del ex presidente italiano (2001-2006) durante una convención de la Unión Europea.
En una escena memorable, Bruno Bonomo, el protagonista, intenta convencer a un productor eslavo para que financie su película –que todos rechazan: Berlusconi, cuya fortuna personal se estima en 12 mil millones de dólares, es dueño de casi todos los medios de comunicación italianos–, mientras los dos nadan en una pileta. Bonomo, durante esa genuflexión incómoda pero necesaria, recibe una tras otra las humillaciones del productor. Escucha: “Ustedes, los italianos, son un pueblo que se debate permanentemente entre el folclore y el horror”. Y, entre brazada y brazada: “Cuando uno piensa que ya llegaron al fondo, que no pueden caer más, los italianos agarran una pala y siguen cavando”.
Si Moretti se atreve con Berlusconi, si los Estados Unidos tienen una larga trayectoria de filmes de ficción acerca de sus presidentes, el cine argentino, salvo excepciones, sólo parece haberse acercado a ellos desde el documental (de Sinfonía de un sentimiento a Yo presidente). Y la nueva generación de cineastas eligió, desde Pizza, birra faso en adelante, centrarse sólo en los efectos devastadores de la política neoliberal evitando los grandes relatos y optando por las historias mínimas (deben excluirse de esta enumeración las participaciones involuntariamente ficcionales de Fernando de la Rúa en los programas de Marcelo Tinelli).
¿Por qué parece improbable imaginar películas que tengan por personajes a Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Eduardo Duhalde o Néstor Kirchner? ¿A qué habría que atribuirlo? ¿Qué defectos propios está iluminando esta evidente imposibilidad?
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