- IGUAL QUE ANTES -
Federales y unitarios en el siglo XXI
Por Juan J. Llach
Para LA NACION
Caricatura: Kovensky
Hay en la Argentina un nuevo federalismo que pugna por nacer, enfrentando en lucha desigual a un centralismo que se declama federal y que crece muñido de una cuantía inédita de rentas fiscales expropiadas. Es sabido que nuestra organización federal no ha podido realizarse cabalmente desde el nacimiento mismo de la patria, pero la cuestión tiene sorprendente actualidad porque hoy sería posible lograrla al impulso de cambios de vasto alcance.
La economía no lo es todo, pero es evidente que la valorización mundial de la mayor parte de nuestra producción ha abierto posibilidades inéditas al desarrollo del Interior. La imagen más elocuente para mostrarlas sería la de un mapa de la Argentina en el que una palanca eleva el nivel del país y, en mayor o menor medida, el de todas sus provincias, pero muy poco el del conurbano bonaerense. Nada menos que el revés del guante de la geografía económica y social vigente desde hace muchas décadas.
La palanca ha sido movida por dos fuerzas actuando de consumo, la suba de precios de nuestros productos y la devaluación, que han favorecido más al Interior que al conurbano y más al campo, a las ciudades medianas y a los pueblos que a las grandes concentraciones urbanas. Hay matices, porque la ciudad de Buenos Aires se ha beneficiado por las mismas razones con el turismo y la construcción y Rosario se desarrolla notablemente al impulso del agro y de la industria, y de una buena administración.
Ambas fuerzas permiten también afianzar o revitalizar actividades tradicionales, como la agricultura pampeana o la ganadería ovina, y dan lugar a nuevos desarrollos como la expansión de la frontera agropecuaria hacia el Norte, el Oeste y el Sur, la minería en el NOA, en Cuyo y en la Patagonia, el notable salto cualitativo de la industria avícola, la miel y variados emprendimientos frutícolas y hortícolas. Pero, salvo en la minería, cuyas limitaciones surgen de querellas ambientales irresueltas, estos desarrollos están acotados por los impuestos y restricciones a las exportaciones que, sin que muestren entenderlo sus impulsores, perjudican mucho más a las regiones no pampeanas, las más pobres. El perjuicio a la exploración y explotación de petróleo y gas es evidente.
La carne vacuna, los lácteos y la industria forestal son otros ejemplos elocuentes del perjuicio general, por ser actividades en las que la Argentina está a la vanguardia de la productividad mundial. Aquí caben responsabilidades no solo al gobierno sino también al sector privado, que todavía no ha mostrado propuestas superadoras, capaces de compatibilizar la exportación y el consumo interno e impedir que lo único que le llegue de estas promisorias oportunidades al habitante de las grandes ciudades sean los alimentos encarecidos.
El segundo cambio que abre la posibilidad de un federalismo más genuino es la tendencia al renacer de lo local que, como renovada vuelta de tuerca de la democratización, se observa en todo el mundo. Al amparo de la globalización y de bloques económicos o políticos de alcance continental que lo posibilitan y acotan, los poderes nacionales, las regiones, los Estados subnacionales y las ciudades van ganando más y más autonomía, de hecho o de derecho. Los ejemplos proliferan por doquier, desde el Reino Unido hasta Bolivia y desde la ex Unión Soviética hasta Indonesia. Es esta tendencia la que acuna la llamada "territorialización" de la política, el auge de los políticos "dueños" de un territorio y al margen de los partidos nacionales, usada con y sin objetividad para interpretar las recientes elecciones argentinas. Ya hace tiempo la había intuido ese notable político norteamericano que fue Thomas "Tip" O Neill, al decir que "toda política es local".
¿Hasta qué punto existen en la Argentina bases para desarrollos de provincias más genuinamente autónomas, más a tono con esta tendencia universal? Ellas requieren no sólo economías vibrantes, sino también sociedades civiles fuertes, bien repartidas en el territorio, amigadas con el mundo y con gobiernos capaces de recaudar y gastar sus propias rentas. Una de sus expresiones típicas son los desarrollos locales en racimo, en los que la producción de las materias primas interactúa con las instituciones de la sociedad del conocimiento y les agrega valor con mayor capital humano, nuevas tecnologías y buenos gobiernos locales, generando así estructuras sociales cualitativa y cuantitativamente más ricas e integradas.
Todavía son escasas las realidades que puedan aspirar aquí a cumplir tales exigencias. Se las ve afianzarse en los casos canónicos de la industria aceitera, la vitivinicultura cuyana, la fruticultura del Alto Valle, Rafaela, la maquinaria agrícola o la tecnología de punta del Balseiro y el Invap, en Bariloche. Y se insinúan en casos tan dispares como incipientes polos tecnológicos en varias provincias, incluyendo la experimentación con el hidrógeno combustible en Pico Truncado, o desarrollos recientes como la vitivinicultura austral en San Patricio del Chañar (Neuquén), por citar apenas algunos.
Pero las posibles cunas de un federalismo renovado son incipientes y frágiles para poder fortalecer en serio la organización federal. Contra ello, conspiran no sólo la represión productiva por las limitaciones a exportar -y, por cierto, las resistencias de muchos gobiernos subnacionales a recaudar y administrar responsablemente lo suyo-, sino también la apropiación de buena parte de la renta fiscal de las provincias y su concentración en manos de los "príncipes nacionales".
Desde 1996 se incumple el mandato constitucional de contar con una ley de coparticipación federal, pero nunca como ahora ha existido en el país semejante expropiación proporcional de rentas fiscales ni el arbitrio de utilizarlas para la construcción de un poder con vocación hegemónica y que ahora no se limita a cooptar voluntades de provincias sino también de municipios, con la fuerza de un irresistible vendaval que arrasa con los sueños de construcciones autonómicas locales. Muchas cosas podrían afirmarse de este centralismo del siglo XXI menos su naturaleza progresista. Es, por definición, reaccionario, porque va a contramano de las tendencias universales y está desaprovechando la oportunidad, que se le ofrece al país por vez primera, de construir al fin un país equitativo y federal, como lo manda su Constitución.
El autor es economista y sociólogo; profesor del IAE-Universidad Austral
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