- LA REPUBLICA -
Por la calidad institucional del país
En el discurso que el presidente Néstor Kichner pronunció al asumir ante la Asamblea Legislativa Nacional, el 25 de mayo de 2003, hizo un llamado a realizar lo necesario para lograr "calidad institucional" y el "fortalecimiento del rol de las instituciones con apego a la Constitución". Cuatro años después, nada podría reclamársele con mayores razones que el cumplimiento por él mismo de lo que en su momento requirió del esfuerzo conjunto de los argentinos.
El producto bruto interno (PBI) del país ha crecido casi el 50 por ciento a lo largo de veinte trimestres. Si bien el ciclo de recuperación económica, después de la más larga crisis recesiva de la historia argentina, comenzó durante el gobierno del doctor Eduardo Duhalde, ha correspondido al período presidencial que concluirá el 10 de diciembre próximo el tramo más prolongado. Constituye un éxito incuestionable a la luz de las estadísticas.
Ha mejorado también la tasa de desempleo; se ha gobernado con superávit fiscal, aunque ahora en tren declinante, y las cuentas públicas se han beneficiado con la consolidación paulatina de la recaudación tributaria. Nada de eso está en discusión. El punto es cómo se lo ha logrado, cuál ha sido la bondad de los instrumentos utilizados, qué noción de país proyectado hacia el futuro está presente en cada una de las decisiones oficiales y, en definitiva, si se ha gobernado o no con la sabiduría de consolidar el destino como Nación de la sociedad argentina. Sobre esto último no habrá respuesta satisfactoria que sea ajena al criterio de que la Constitución Nacional imaginó el país no sólo modelado como una democracia, sino también imbuido de los valores, derechos y deberes de una república.
Para que eso sea así debe partirse de otras premisas adicionales a las del acatamiento de la regla de la mayoría. La república requiere una Justicia independiente, en un contexto de neta separación de los poderes, con un Estado consciente de sus responsabilidades sobre la seguridad física y jurídica de los habitantes. Y, como savia vivificadora de todo eso, la existencia de una atmósfera propicia al debate, al diálogo y a la libre expresión de las ideas.
Esta última ha sido la parte más tropezosa del Gobierno. Mal podría decirse que el Presidente se haya atenido siquiera a las ideas dominantes en el partido o fracciones políticas que hicieron posible en 2003 su encumbramiento. El primer mandatario ha resuelto las cuestiones delicadas de su administración con la asistencia de un número reducido de personas. Tan magro, que asombra el hecho de que sobren los dedos de una mano para contarlas. Verificarlo aúna en la perplejidad al propio partido (es una manera de decir), a la oposición y a los embajadores extranjeros, a quienes rara vez el Presidente recibe, y tampoco despide, tal vez porque haya privado en el círculo áulico de gobierno la interpretación, no poco llamativa, de que en la Argentina se puede prescindir de las convenciones diplomáticas elaboradas por el mundo en los últimos cuatro siglos.
El gran tema no es cómo estamos, sino cómo vamos, cuál ha de ser el estado general del país a la hora del balance del Bicentenario de Mayo, próximo a cumplirse. Ese gran tema incluye un déficit creciente en el grado de competitividad, innovación y creatividad respecto de otros países.
No hay crecimiento económico de prolongación indefinida, como el que está proyectando vigorosamente al oficialismo, hasta ahora, a la consideración popular con vistas a los comicios presidenciales previstos para el 28 de octubre próximo. Sabe el Presidente cuánto importa una ilusión en las expectativas de la sociedad y de qué manera una ilusión se renueva, inexorablemente, cuando se ha agotado la anterior.
Además, por momentos ha demostrado aptitud para la rectificación. Lo probó hace unas horas, al referirse al error manifiesto cometido en Misiones. Y cuenta con un vasto campo para continuar movilizándose por ese plausible costado. Podría volver, por ejemplo, a hacer del Indec una institución confiable, apropiada a un país de seriedad mínima. Si la corrección de la decisión que llevó al actual estado de cosas fuera acompañada por la remisión del secretario de Comercio Interior a un destino menos gravoso para todos, se habría avanzado, por partida doble, por la senda nada desdeñable de las buenas maneras. Para decirlo con palabras dichas en el coloquio de IDEA del año último por Daniel Katz, intendente radical-kirchnerista de Mar del Plata, después de elogiar al Gobierno: "Los malos modales de la administración Kirchner deterioran la calidad de gestión".
La Argentina recibe a diario indicaciones del exterior de que no recuperará las ventajas relativas que tenía en el pasado reciente respecto de países vecinos en materia de inversiones si no mejora la calidad de sus instituciones. La reforma del Consejo de la Magistratura sirvió para afirmar en su seno la gravitación del oficialismo, pero ha puesto en peligro la estabilidad real y emocional de los jueces indóciles a la voluntad del Gobierno. Ha sido necesario que la opinión pública se sobresaltara por las denuncias de corrupción de casos como el de Skanska para que se retirara un proyecto oficialista destinado a controlar también la Auditoría General de la Nación. ¿No hará falta ahora un replanteo total sobre la política de fideicomisos para la realización de negocios públicos a fin de anular una vía sospechada de funcional a un sistema de corrupciones?
No hay suficiente calidad de gestión. Cuando los años pasan y la Argentina ve mermadas sus reservas petroleras, caen las exportaciones de crudo y los esfuerzos de exploración son mínimos como consecuencia de políticas populistas, se compromete el futuro del país.
Cuando se gobierna con un número extraordinario de decretos de necesidad y urgencia, se vacía el Congreso de la Nación. Además, se concentra así el poder en una sola mano y se olvida que la Constitución, en su artículo 99, autoriza aquel recurso sólo en circunstancias excepcionales. Cuando se fracturan mercados que como los de la carne o los productos lácteos resultan, por una impiadosa competencia internacional, arduos de conquistar y más aún de reconstruir, se acentúan los rasgos de la patología nacional de la imprevisión.
Es un deber del Gobierno proponerse sin demoras el perfeccionamiento institucional de la República. Es una necesidad sin cuya satisfacción la sociedad argentina seguirá lejos de recuperar las bases desde las cuales la Nación afirmó en el pasado su liderazgo latinoamericano y el país tuvo un lugar entre los diez países más desarrollados del planeta.
Editorial La Nación
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