- EL FANTASMA -
VIOLENCIA
E
IRRACIONALIDAD
Una sociedad pacífica y democrática, auténticamente respetuosa del Estado de Derecho, se define, fundamentalmente, por su capacidad institucional para garantizar el respeto a los derechos individuales y, sobre todo, a la vida y a la dignidad de las personas. En los últimos días, los argentinos hemos debido lamentar la pérdida dolorosa de varias vidas humanas, víctimas de la irracionalidad y la violencia.
En Neuquén, un maestro que participaba de una manifestación en demanda de un aumento salarial cayó herido de muerte como consecuencia, aparentemente, del descontrol o la irresponsabilidad de un agente del orden. En dos barrios de la Capital Federal -en Caballito y en Saavedra- dos policías fueron ultimados salvajemente por sendos delincuentes.
Nadie puede desconocer que han existido detrás de esas muertes responsabilidades individuales reconocibles que la Justicia deberá analizar y sancionar, eventualmente, con la severidad y la equidad que corresponda. Pero nadie puede ignorar tampoco que esos hechos trágicos, tan diferentes entre sí, pero igualmente reprobables, en cuanto llevaron a la destrucción de vidas humanas, no se registraron en un país abstracto. Se produjeron en este país nuestro, en esta sociedad a veces inmadura y extraviada que conformamos los argentinos, con nuestra irrefrenable predilección por los discursos cargados de agresividad e inflamados de ideologismo y grandilocuencia. Esta sociedad nuestra que parece haber olvidado el respeto que se debe a las buenas formas cotidianas, a la convivencia respetuosa de los derechos del prójimo y al ideal de construir entre todos un sistema de vida en el que la paz interior sea el valor más alto y más preciado.
El trágico suceso de Neuquén y las violentas agresiones perpetradas en barrios de Buenos Aires deberían servir para que los argentinos impulsemos una profunda reflexión sobre el valor de la convivencia pacífica y dejemos de estimular el odio y la división, así como el afán de nuevas venganzas o revanchas. Si permitimos que una vez más prevalezcan en nuestro país el sectarismo y la barbarie, de uno u otro signo, habremos perdido una nueva oportunidad de madurar como sociedad y de aprender las enseñanzas que nos dejan el dolor y la injusticia. Y habremos desaprovechado la lección que nos legaron, con sus incomprensibles muertes, un docente que participaba de una manifestación pública y dos agentes de policía que estaban cumpliendo la misión que la sociedad les había encomendado.
Sería lamentable, por ejemplo, que el hecho trágico registrado en Neuquén terminara siendo fagocitado mezquinamente por los requerimientos del escenario preelectoral. Sería igualmente penoso que la muerte de dos policías fuera mirada con indiferencia por quienes repudian la violencia sólo cuando hay un atisbo de intolerancia referido a valores ideológicos o políticos. Mientras el nivel de violencia individual y colectivo siga siendo en la Argentina estremecedoramente alto, cualquiera que sea el contexto en el que se produzca, se estarán generando las condiciones para que otros manifestantes públicos y otros agentes del orden estén aguardando su turno en el incierto escenario de nuestro futuro, y para que el desencuentro y la barbarie tengan, entre nosotros, un efecto multiplicador.
Corresponde que los responsables de estos actos de violencia afronten la sanción que establece, en cada caso, la ley penal vigente, con todas sus consecuencias. Eso es indudable. Pero si pensamos que el problema de la intolerancia argentina se agotará con que los autores de estas muertes paguen su dolo o su culpa criminal, como sin duda corresponde, nos equivocaremos una vez más. En toda sociedad democrática enmarcada en un auténtico Estado de Derecho, existen reglas de oro de cumplimiento ineludible. La primera de esas reglas establece que la autoridad máxima de la comunidad a la que pertenecemos reside en la ley: ella es la que garantiza la paz y la seguridad a todos los miembros del cuerpo social.
Hoy es evidente que esas reglas no están del todo claras, en nuestro país, ni para los gobernantes ni para los gobernados. Es necesario insistir en que la plena vigencia de las normas institucionales de la República no tiene ninguna relación con supuestas conflictividades entre ideologías de derecha e ideologías de izquierda. Tiene que ver con otra clase de valores: concretamente, con la necesidad de garantizar a todos los ciudadanos, sin distinción de matices o de bandos ideológicos, el ejercicio total de sus derechos. Se trata, en definitiva, de responder a un imperativo ético que trasciende lo coyuntural.
Cuando hablamos de establecer reglas de juego que tengan efectiva vigencia no debemos caer en la trampa de ponernos a discutir sobre el significado de palabras o expresiones tan ambiguas y equívocas como "represión", "mano dura" o cualquier otra igualmente manipulable. Ni tampoco debemos caer en la aberración de suponer que unas vidas valen más que otras y que hay muertes violentas de primera o de segunda clase.
El legado de las víctimas de estos hechos dolorosos o vandálicos está reclamándonos a los argentinos que revaloricemos el diálogo y el respeto por el pluralismo y la disidencia, pero también que aseguremos la primacía total de la ley y del orden público como valores fundantes de una sociedad civilizada y respetuosa del derecho.
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