- CORTES -
La ley del piquete
El corte permanente de un puente internacional, desde hace más de tres meses, y la reiterada interrupción en el cruce de otros dos promueven reflexiones que exceden lo anecdótico y van hacia la transformación misma de la Constitución de nuestro país.
El fenómeno se repite, para emplear una frase poco original, “a lo largo y a lo ancho del país”. Los cortes y bloqueos dejan de ser un dato esporádico para transformarse en episodios cotidianos. Pueden decidirse y realizarse, por supuesto que fuera de todo permiso previo, por un grupo numeroso o ínfimo de individuos. Quienes no obedezcan e intenten cruzar, se arriesgan casi siempre a ser inmediatamente castigados en sus personas o bienes (¿principio de “justicia pronta”?). Las causas que los motivan son infinitas. Inicialmente, fueron reclamos sociales derivados de la pobreza y la desocupación. Pero hoy el catálogo de posibilidades no tiene límites: problemas ecológicos, exigencias laborales de cualquier tipo (reincorporación de despedidos, pago de las deudas de una empresa privada), demanda de arrestos de presuntos culpables, o de liberación de posibles inocentes, protestas por el estado de una escuela, por la política impositiva o agraria del Gobierno, etc., etc.
En definitiva, si se admite erigir un piquete por una razón, resulta difícil –o imposible– negarlo por otra. De allí al cuasi consentimiento oficial tácito del corte de rutas y calles es ya un hecho. No solamente no se los disuelve, sino que, a menudo, el Estado sitúa fuerzas que aparentemente están allí para evitar incidentes entre los bloqueadores y quienes desean circular, pero con el resultado indirecto de que se tutela así la posición obstructiva de los primeros. No obstante, algunos escasos piquetes han sido últimamente disueltos por agentes públicos, aún por la fuerza, o se ha amenazado con ella para evitarlos. Pero es la excepción que confirma la regla. No está nada claro por qué casi todos son tolerados, y unos pocos no. ¿Podrá detectarse allí discriminación?
La Constitución nacional asegura, en su art. 14, a “todos los habitantes” el derecho a “entrar… transitar y salir del territorio argentino”. Se trata igualmente de un derecho humano fundamental, reconocido por el art. 22 del Pacto de San José de Costa Rica.
Ese derecho, como los demás, no es absoluto. Está reglamentado por el Estado, como todos los derechos, conforme el mismo artículo 14. El Pacto exige que lo sea por medio de “la ley”.
Pero también, de hecho, está regulado de vez en cuando por los grupos de particulares que deciden los cortes de las vías de circulación. Como se ha dicho alguna vez, clara y modestamente, “somos los dueños de la ruta” (La Nacion, 21/2/07, Pág. 5, columna 1). Por supuesto, esa situación no era constitucional, sino manifiestamente inconstitucional. Sin embargo, refrendada por una práctica harto divulgada y por la decisión estatal de consentirla (cuando no, como vimos, de indirectamente sostenerla), está generando otra regla de derecho consuetudinario –costumbre–, obligatoria, paralela y, al fin, superpuesta a la Constitución, que permite esos bloqueos.
En efecto: una cosa es realizar unos pocos cortes, violando la Constitución. Otra, concretarlos todos los días, con el visto bueno de las autoridades públicas. Esto último, por su múltiple repetición, hace nacer una suerte de firme convicción social de “derecho al piquete”, superior y represivo del derecho humano y constitucional de la gente a entrar, transitar y salir del país. Se trata, en verdad, más de un contraderecho que de un derecho, pero las cosas son así.
Un nuevo paso se ha dado en estos días con la asunción, por ciertos grupos o asambleas, de una suerte de poder legislativo para reglamentar el pase de personas en las rutas bloqueadas, mediante la adopción de reglas y resoluciones puntuales con tal objeto. En concreto, según se anunció, llegamos a un sistema de “cortes selectivos”.
En el caso de Gualeguaychú, por ejemplo, se ha permitido el viaje de un equipo de fútbol de niños uruguayos, que iban a jugar a Chapadmalal. A su turno, un nutrido contingente de hinchas argentinos fue asimismo autorizado para ir a presenciar otro partido en Montevideo (La Capital, de Rosario, 18/2/07, Pág. 34, columna 1). En Concordia, los bloqueadores consienten el cruce de enfermos, ambulancias y los empleados de la comisión técnica mixta de Salto Grande (La Nacion, 18/2/07, pág. 16, columna 6).
Conforme versiones periodísticas, para explicar uno de estos regímenes particulares (o demostrar su ratio legis, como dirían los juristas), se detalló que el corte tenía por objeto castigar al turismo y al tráfico de mercaderías, motivo por el cual los manifestantes “decidimos quién pasa y quién no”. (La Nacion, 21/2/07, Pág. 5, columna 1).
Según puede observarse, ya hay una incipiente reglamentación vial piquetera –algo variada y compleja, no siempre nítida ni uniforme en todas partes–, que merecería ser conocida y enseñada en nuestras casas de estudio, como regulación con evidente vigor, aunque all’uso nostro, de la libertad ambulatoria de los argentinos.
Que hayamos llegado a ese estado de cosas es tan insólito como inadmisible. No solamente tenemos cortes irregulares de calles y carreteras: ahora, contamos con minipoderes legislativos de facto que generan normas y parecen operar, en algunos sitios, como una especie de autoridad migratoria. Sus decisiones son supremas e irrecurribles, por supuesto no revisables por autoridad administrativa o judicial. Ni siquiera, naturalmente, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. ¿Cuáles serán los próximos pasos de este progresivo proceso de desconstitucionalización?
Por Néstor Pedro Sagüés
Para LA NACION
El autor es titular de Derecho Constitucional en la UBA y en la UCA.
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