- LA MUERTE -
La muerte, en la vida moderna
Por Pacho O Donnell
Para LA NACION 23.06.2006
En los días que corren, parecen exacerbados los artilugios humanos para negar o, al menos, postergar la conciencia de la muerte. Las cirugías estéticas, las tinturas capilares, los tratamientos rejuvenecedores venden la ilusión del conjuro de la vejez y, por carácter transitivo, de la muerte.
El ser humano es el único animal que sabe que va a morir y es esa una vivencia difícilmente tolerable. Los agnósticos adjudicarán a dicha angustia el nacimiento de las religiones con su conveniente promesa de vidas posteriores; también la esencia de la filosofía sería ofrecer la ilusión de que se puede anular, por medio del ordenamiento lógico de las palabras, aquello que pertenece a lo inexplicable. Puede especularse, asimismo, que el vigor de la ciencia responde al deseo de manipulación de la naturaleza, pero que su principal objetivo es la “vacuna” contra la mortalidad. “Conquistando territorios y venciendo a enemigos, cazando bestias feroces, descubriendo nuevas formas de energía y realizando obras que prevengan o controlen las amenazas de las fuerzas naturales, por medio del arte, de la ciencia y de las fiestas, los colectivos humanos se empeñan en garantizar la victoria de la vida contra la usura de la muerte” (F. Savater, Diccionario filosófico).
La negación de la muerte también es notoria en Sigmund Freud, quien privilegió, por ejemplo, la angustia de castración por sobre la angustia de muerte. El creador del psicoanálisis parece convencido de que el inconsciente es inaccesible a la representación de nuestra propia muerte, y que ella sólo asoma en el espejo de la identificación con la muerte de un otro amado.
San Agustín, en sus Confesiones, narra que su primer contacto con la muerte fue cuando falleció un amigo muy querido, víctima de lo que llamó “la enemiga crudelísima”. Asume, entonces, que todo lo que vive en este mundo debe morir y que, por lo tanto, es inútil lamentarse.
La posición de los ateos, descreídos de un más allá, la expresó Nietzsche en varios textos, protestando de que postular “otra vida” es traicionar a “esta vida”, la única que tenemos. En la misma línea, Alain Badiou propone erradicar de la filosofía el motivo de la finitud y aceptar, con alegría y sin plantear trascendencias, lo que simplemente nos sucede: “Aquí es donde no se nos ha prometido nada excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede”.
Lo cierto es que tememos lo que no conocemos y damos por sentado que es temible. A ello se resistía Sócrates: “Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano –nadie lo sabe–, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”.
Desde cualquier punto que se lo mire, la negación de la muerte es una empresa condenada al fracaso. Pero asumirla ayuda a darle un sentido más pleno a la vida, se sea o no religioso. Martin Buber, en sus Cuentos jasídicos, relata que el rabí Búnam yacía en su lecho de muerte. A su lado, su esposa sollozaba. “¿Por qué lloras? –le dijo–. Dediqué toda mi vida a aprender a morir.” Una de las consecuencias dramáticas de no prepararse para la muerte es el derrumbe psicológico producido por la certeza o sospecha de sufrir una enfermedad. Eso mismo está en la base de esa difundida patología moderna que son los devastadores ataques de pánico.
Volvamos a citar a San Agustín: “Comenzar a vivir en el cuerpo es estar en la muerte. El hombre no está nunca en la vida, aunque viva en el cuerpo, ya que es más bien un muriente que un viviente”. Ya en sus Epístolas, Séneca había escrito: “No caemos de improviso en la muerte, sino que procedemos hacia ella paso a paso: morimos cada día”. En sus conocidas Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique expresaba el mismo concepto: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando...”. También Jorge Luis Borges se ocupó del tema en su poema Recoleta: “La muerte es vida vivida, / la vida es muerte que viene”.
La futilidad de negar la muerte está inmejorablemente expresada en una conocida leyenda de origen persa contada por Farid al-Din Attar, en la que un siervo muy angustiado le pide a su amo un caballo veloz para huir hacia Samarkanda.
Ante la pregunta de su amo, le cuenta que ha encontrado a la Muerte en el mercado y ésta le ha hecho una mueca de amenaza. El señor accede al pedido y, más tarde, cuando baja al mercado, también se topa con la Muerte. “¿Por qué has asustado a mi siervo?”, le pregunta. “No lo he asustado, la mía ha sido una expresión de sorpresa de encontrarlo aquí porque tenía entendido que teníamos una cita esta noche en Samarkanda.”
Se trata, entonces, de vivir con la conciencia de la propia muerte y lograr que esta vida que nos ha sido dada tenga un sentido, que justifique nuestra presencia en el mundo. No es criticable seguir las modas del mercado, que sagazmente se aprovecha del humano deseo de inmortalidad borrando canas, arrugas y adiposidades, pero debe entenderse que éstas son señales que nos indican el paso del tiempo en nuestros cuerpos y, por ende, la mayor proximidad de la muerte. Ello debería impulsarnos a cumplir con nuestros objetivos y hacer más llevadera la vida para nosotros y para nuestros prójimos.
El mecanismo más humano para negar la muerte es la postergación. Es decir, dilatar decisiones, expresiones o placeres como si el tiempo fuera infinito y nosotros inmortales. “Ya habrá tiempo para todo”, suele decirse. Una de las más gravosas consecuencias de esta argucia es postergar la expresión de nuestros sentimientos a quienes amamos, de manera que, cuando algún ser querido fallece, nos atormentamos por no haber sabido decir “te quiero”, “gracias” o “perdón”, a pesar de las oportunidades que tuvimos para hacerlo. Es que allí, según el mecanismo de negación, nadie iba a morir. Si usted ha llegado hasta este punto de la lectura no pierda tiempo y comience a desterrar su avaricia afectiva hoy mismo.
El principal beneficiado será usted mismo. Una de las perversiones de la vida moderna es la “muerte borrascosa”, como la llamó Phillipe Ariès. Es aquella en que nos extinguimos en ambientes médicos atravesados de cánulas, conectados a respiradores artificiales, sedados hasta la inconsciencia, nuestras existencias prolongadas que violentan el ciclo natural, para satisfacción de una ciencia cuya derrota ante la muerte será, de todas maneras, inevitable.
Lo contrario es la “muerte mansa”, la que sobreviene en el hogar, rodeados de parientes y amigos, “confirmatoria de los vínculos de solidaridad comunitaria y social, prevista con certidumbre y aceptada sin un miedo mutilador” (Daniel Callahan). Es la muerte que nos permitió a hijos, nietos y bisnietos, hace pocos días, en torno a su cama, acompañar a Susana, mi madre, hacia el Misterio. Es la muerte que relata Efrem, el personaje de Pabellón de cancerosos, de Soljetitsin: “No se engreían, no luchaban contra ella ni alardeaban de que no iban a morir […]. No daban largas a arreglar sus cosas; se preparaban en silencio y con tiempo, decidiendo a quién le tocaría la yegua, a quién la potra, y partían con facilidad, como si se mudaran a otra casa”.
Seamos, pues, peregrinos que dan sentido a su andar por los caminos de la vida sabiendo que, en algún momento, nos desplomaremos a un costado, y aceptemos que sólo entonces sabremos si allí todo termina o si es sólo un volver a comenzar. Pero de una u otra manera, si hemos vivido para bien morir, nuestra existencia estará justificada.
© LA NACION
El autor es escritor. Fue secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y de la Nación.
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