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29.11.07

- EDUCACION -




Educación:


sin cambios a la vista



Por Nélida Baigorria
Para LA NACION
Caricatura: Huadi




El 20 de octubre se publicó en LA NACION, con el título “La mediocridad educativa en América latina”, un artículo del periodista Andrés Oppenheimer. Después de un viaje por los estados asiáticos, documenta la alta calidad de sus sistemas educativos y la compara con la mediocridad de los de América latina. Ejemplifica cómo, en busca de la excelencia, en la India, los niños, cuyos padres desean inscribirlos en jardines de infantes deben rendir examen para obtener la admisión y establece, entonces, la diferencia con lo que ocurre en América latina, donde en muchos países de la región “hay tan poco énfasis en la calidad de la educación que uno puede ir desde el jardín de infantes hasta las grandes universidades, como la Universidad Autónoma Nacional de México o la de Buenos Aires, sin jamás haber tenido que aprobar un examen de admisión”. Agrega el autor que ese trabajo de investigación y cotejo surgió a raíz de un informe del Banco Mundial sobre la calidad de la enseñanza en América latina, cuya calificación incluyó “una crítica devastadora”.

Siete días después, el seis de noviembre, este diario publicó otro trabajo atinente a la cuestión educativa, escrito por Claudio Escribano, enviado especial al Foro Iberoamérica, en Santiago de Chile. En las exposiciones de los representantes de los distintos países hubo coincidencias absolutas en cuanto al valor de la educación para el desarrollo de los pueblos y el perfeccionamiento humano. El columnista, con gran acierto, destaca la intervención del politicólogo argentino Natalio Botana cuando recordó, en el Foro, que desde 1840 Manuel Montt –presidente de Chile, además de protector de Sarmiento– sostenía que sin educación gratuita, obligatoria y laica no se construye ciudadanía.

Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua, habló del carácter de la brecha en este momento histórico: “Antes los extremos de la desigualdad iban de quienes tenían más a quienes tenían menos. Ahora, entre quienes saben más y quienes saben menos”. En cuanto al criterio sustentado por los representantes del mundo empresario, Escribano tomó nota de las palabras del paulista Roberto Teixida al referirse a los avances que en el terreno educativo se están produciendo en la gestión del presidente Lula da Silva. “Antes, los personajes más importantes de un gobierno eran el ministro de Economía y el presidente del Banco Central; ahora son los ministros de Educación y Salud.”

La lectura de estas definiciones de políticos, intelectuales y empresarios exhuma de nuestros recuerdos la ardua lucha que durante décadas libramos muchos argentinos en defensa de la educación popular como primer motor para investir de dignidad la vida personal y garantizar, simultáneamente, el avance del país hacia el desarrollo y el estado de bienestar de su pueblo.

Sin embargo, y pese a la incesante brega, nunca pudimos vencer la progresiva destrucción de nuestro brillante sistema educativo. Nacido a fines del siglo XIX, su concepción filosófica parecería ser hoy el numen que inspira a las naciones que están a la vanguardia del mundo y a aquellas, cuyas armas básicas para derrotar el subdesarrollo son las que brinda la educación de su pueblo.

El ejemplo de la pequeña Finlandia, que encabeza la nómina de las naciones con la mejor calidad de enseñanza –además, brindada por el Estado–, debería inducirnos a un acto de contrición por el bien perdido.

¿Qué lugar ocupa la Argentina frente a países que, hasta ayer colonias o protectorados, mueven todos sus recursos para asegurar el derecho humano concretado en el lema “educación para todos”? ¿Se cumple en nuestra tierra la categórica certeza del empresario brasileño en el sentido de que el ministro de Educación es el funcionario más importante del gabinete presidencial? ¿La educación popular es prioridad auténtica en la gestión del Gobierno, lo fue en las enunciaciones electorales de todos los candidatos o se trató sólo de un recurso dialéctico y de buen tono para atraer los votos que se juzgan imprescindibles, con el fin de saciar las enfermizas ansias de poder que aquejan a tantos políticos al margen de todo compromiso ético?

El 28 de octubre, los argentinos nos pronunciamos, en un proceso electoral extraordinariamente complejo, en el que la hibridación de los partidos políticos tradicionales y la denigrante aparición de las listas colectoras determinaron que gran parte de la ciudadanía dudara tanto antes de emitir su voto como para no haber tenido, en absoluto, el fervor cívico de otros comicios. La campaña previa fue opacada por la ausencia de debates para confrontar ideas. Hubo una medrosa actitud de ciertos candidatos ante temas que pudieran generar la repulsa de grupos de presión poderosísimos y, con ella, frustrar su acceso a una banca o a un cargo ejecutivo. Todo ello impulsó a que la cuestión educativa se diluyera en el discurso retórico con los ditirambos y los lugares comunes que por su vacuidad revelan que nada habrá de cambiarse. Tal vez, alguna estructura que no afecte el gobierno de la educación y el principio de la subsidiariedad del Estado.

En efecto: en la campaña electoral todos hablaron del “cambio”. Hasta se asistió a una sorprendente transformación en la personalidad de ciertos candidatos. En lugar de la incontinencia verbal ríspida y agresiva, que parece no producir réditos en las urnas, se escogió un tono de templanza, por consejo, sin duda, de algún asesor de imagen que conoce el pensamiento de los clásicos griegos acerca de la necesidad de practicar esa virtud en el ejercicio de la función pública.

¿Se trataron, acaso, los aspectos filosóficos que establecen la teleología del proceso educativo? Con millones de argentinos que no han concluido la escuela primaria o que padecen alguna de las formas de analfabetismo, ¿podrán elegir los padres la educación que quieren para sus hijos, cotejar planes de estudio, exigir garantías de calidad pedagógica? ¿Qué ocurriría con esas familias desguarnecidas si el Estado democrático, en aras del principio de subsidiariedad, no siguiera el mandato constitucional y no ejerciera el derecho inalienable de garantizar para todos los habitantes la igualdad de oportunidades?

¿Se conoce alguna propuesta acerca del hombre que queremos formar, de la armónica correlación entre ciencias y humanidades, de los fines y objetivos de la educación, del Estatuto del Docente, de las camarillas corporativas vitalicias que ejecutan a pie juntillas las teorías abstrusas surgidas de gabinetes que no conocen aula, tiza y pizarra, porque se movieron siempre en el mundo de los contratos con organismos nacionales o internacionales de donde proceden sus frondosos currículos, del destierro del facilismo, que destruyó el hábito del trabajo, fomentó la indisciplina, apañó la violencia, suprimió las mesas examinadoras para la promoción final, humilló al docente con sugerencias indecorosas, siempre subrepticias, para ocultar el fracaso escolar y la deserción con la presencia en clase de repetidores e insolentes; de la calidad de la enseñanza, los aportes estatales y la competencia de los títulos “oficiales” que otorga el sector de propiedad privada?

No hay respuesta para estos interrogantes porque no figuraron en la agenda del proselitismo político. El sociólogo Filmus y sus adláteres de Flacso –institución de la cual el Ministerio de Educación semeja una filial– ya han consumado su objetivo con dos leyes de las que fueron “partícipes necesarios” o ejecutores (la ley federal, en 1993, y LA NACIONal, en 2006). En ambas el principio de subsidiariedad del Estado queda en resguardo, y fue perfeccionado en la última con nuevas atribuciones, para despejar el camino hacia una total privatización de la enseñanza. Tal es el logro soñado por las corporaciones educativas de propiedad privada, sean éstas religiosas o laicas.

El artículo de Oppenheimer también nos incluye. Seguiremos con nuestra mediocridad educativa, porque la mayoría relativa del pueblo ha dado el beneplácito con su voto, y la oposición, fragmentada, no se ha expedido. Por otra parte, el designado ministro de Educación, profesor Juan C. Tedesco, ha manifestado públicamente que su aceptación del cargo no es sino la continuidad de un proyecto que acompañó desde su jerarquía de viceministro de la gestión anterior. También destacó que en la ley nacional de educación y en los demás instrumentos legales vigentes están las disposiciones para cumplir los objetivos que se aspira alcanzar con el paso de los años.

Mientras tanto, el sociólogo Filmus y la señora Giannettasio –que colaboró con evidente celo en la gestión de la ministra Decibe, durante la presidencia de Carlos Menem, cuyas políticas apoyó, para hacer luego lo mismo con las del presidente Kirchner– no descenderán al llano. Por el contrario: ocuparán bancas en el Congreso y, desde ahí, en su tarea parlamentaria, podrán elaborar nuevos parches legislativos, nuevos engendros pedagógicos asistidos por los “elencos técnicos” que saldrán indemnes de la catástrofe educativa que dilapidó el esfuerzo de un siglo.

La autora es miembro correspondiente de la Academia de Ciencias Sociales de Mendoza.

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El 20 de octubre se publicó en LA NACION, con el título “La mediocridad educativa en América latina”, un artículo del periodista Andrés Oppenheimer. Después de un viaje por los estados asiáticos, documenta la alta calidad de sus sistemas educativos y la compara con la mediocridad de los de América latina. Ejemplifica cómo, en busca de la excelencia, en la India, los niños, cuyos padres desean inscribirlos en jardines de infantes deben rendir examen para obtener la admisión y establece, entonces, la diferencia con lo que ocurre en América latina, donde en muchos países de la región “hay tan poco énfasis en la calidad de la educación que uno puede ir desde el jardín de infantes hasta las grandes universidades, como la Universidad Autónoma Nacional de México o la de Buenos Aires, sin jamás haber tenido que aprobar un examen de admisión”. Agrega el autor que ese trabajo de investigación y cotejo surgió a raíz de un informe del Banco Mundial sobre la calidad de la enseñanza en América latina, cuya calificación incluyó “una crítica devastadora”.

Siete días después, el seis de noviembre, este diario publicó otro trabajo atinente a la cuestión educativa, escrito por Claudio Escribano, enviado especial al Foro Iberoamérica, en Santiago de Chile. En las exposiciones de los representantes de los distintos países hubo coincidencias absolutas en cuanto al valor de la educación para el desarrollo de los pueblos y el perfeccionamiento humano. El columnista, con gran acierto, destaca la intervención del politicólogo argentino Natalio Botana cuando recordó, en el Foro, que desde 1840 Manuel Montt –presidente de Chile, además de protector de Sarmiento– sostenía que sin educación gratuita, obligatoria y laica no se construye ciudadanía.

Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua, habló del carácter de la brecha en este momento histórico: “Antes los extremos de la desigualdad iban de quienes tenían más a quienes tenían menos. Ahora, entre quienes saben más y quienes saben menos”. En cuanto al criterio sustentado por los representantes del mundo empresario, Escribano tomó nota de las palabras del paulista Roberto Teixida al referirse a los avances que en el terreno educativo se están produciendo en la gestión del presidente Lula da Silva. “Antes, los personajes más importantes de un gobierno eran el ministro de Economía y el presidente del Banco Central; ahora son los ministros de Educación y Salud.”

La lectura de estas definiciones de políticos, intelectuales y empresarios exhuma de nuestros recuerdos la ardua lucha que durante décadas libramos muchos argentinos en defensa de la educación popular como primer motor para investir de dignidad la vida personal y garantizar, simultáneamente, el avance del país hacia el desarrollo y el estado de bienestar de su pueblo.

Sin embargo, y pese a la incesante brega, nunca pudimos vencer la progresiva destrucción de nuestro brillante sistema educativo. Nacido a fines del siglo XIX, su concepción filosófica parecería ser hoy el numen que inspira a las naciones que están a la vanguardia del mundo y a aquellas, cuyas armas básicas para derrotar el subdesarrollo son las que brinda la educación de su pueblo.

El ejemplo de la pequeña Finlandia, que encabeza la nómina de las naciones con la mejor calidad de enseñanza –además, brindada por el Estado–, debería inducirnos a un acto de contrición por el bien perdido.

¿Qué lugar ocupa la Argentina frente a países que, hasta ayer colonias o protectorados, mueven todos sus recursos para asegurar el derecho humano concretado en el lema “educación para todos”? ¿Se cumple en nuestra tierra la categórica certeza del empresario brasileño en el sentido de que el ministro de Educación es el funcionario más importante del gabinete presidencial? ¿La educación popular es prioridad auténtica en la gestión del Gobierno, lo fue en las enunciaciones electorales de todos los candidatos o se trató sólo de un recurso dialéctico y de buen tono para atraer los votos que se juzgan imprescindibles, con el fin de saciar las enfermizas ansias de poder que aquejan a tantos políticos al margen de todo compromiso ético?

El 28 de octubre, los argentinos nos pronunciamos, en un proceso electoral extraordinariamente complejo, en el que la hibridación de los partidos políticos tradicionales y la denigrante aparición de las listas colectoras determinaron que gran parte de la ciudadanía dudara tanto antes de emitir su voto como para no haber tenido, en absoluto, el fervor cívico de otros comicios. La campaña previa fue opacada por la ausencia de debates para confrontar ideas. Hubo una medrosa actitud de ciertos candidatos ante temas que pudieran generar la repulsa de grupos de presión poderosísimos y, con ella, frustrar su acceso a una banca o a un cargo ejecutivo. Todo ello impulsó a que la cuestión educativa se diluyera en el discurso retórico con los ditirambos y los lugares comunes que por su vacuidad revelan que nada habrá de cambiarse. Tal vez, alguna estructura que no afecte el gobierno de la educación y el principio de la subsidiariedad del Estado.

En efecto: en la campaña electoral todos hablaron del “cambio”. Hasta se asistió a una sorprendente transformación en la personalidad de ciertos candidatos. En lugar de la incontinencia verbal ríspida y agresiva, que parece no producir réditos en las urnas, se escogió un tono de templanza, por consejo, sin duda, de algún asesor de imagen que conoce el pensamiento de los clásicos griegos acerca de la necesidad de practicar esa virtud en el ejercicio de la función pública.

¿Se trataron, acaso, los aspectos filosóficos que establecen la teleología del proceso educativo? Con millones de argentinos que no han concluido la escuela primaria o que padecen alguna de las formas de analfabetismo, ¿podrán elegir los padres la educación que quieren para sus hijos, cotejar planes de estudio, exigir garantías de calidad pedagógica? ¿Qué ocurriría con esas familias desguarnecidas si el Estado democrático, en aras del principio de subsidiariedad, no siguiera el mandato constitucional y no ejerciera el derecho inalienable de garantizar para todos los habitantes la igualdad de oportunidades?

¿Se conoce alguna propuesta acerca del hombre que queremos formar, de la armónica correlación entre ciencias y humanidades, de los fines y objetivos de la educación, del Estatuto del Docente, de las camarillas corporativas vitalicias que ejecutan a pie juntillas las teorías abstrusas surgidas de gabinetes que no conocen aula, tiza y pizarra, porque se movieron siempre en el mundo de los contratos con organismos nacionales o internacionales de donde proceden sus frondosos currículos, del destierro del facilismo, que destruyó el hábito del trabajo, fomentó la indisciplina, apañó la violencia, suprimió las mesas examinadoras para la promoción final, humilló al docente con sugerencias indecorosas, siempre subrepticias, para ocultar el fracaso escolar y la deserción con la presencia en clase de repetidores e insolentes; de la calidad de la enseñanza, los aportes estatales y la competencia de los títulos “oficiales” que otorga el sector de propiedad privada?

No hay respuesta para estos interrogantes porque no figuraron en la agenda del proselitismo político. El sociólogo Filmus y sus adláteres de Flacso –institución de la cual el Ministerio de Educación semeja una filial– ya han consumado su objetivo con dos leyes de las que fueron “partícipes necesarios” o ejecutores (la ley federal, en 1993, y LA NACIONal, en 2006). En ambas el principio de subsidiariedad del Estado queda en resguardo, y fue perfeccionado en la última con nuevas atribuciones, para despejar el camino hacia una total privatización de la enseñanza. Tal es el logro soñado por las corporaciones educativas de propiedad privada, sean éstas religiosas o laicas.

El artículo de Oppenheimer también nos incluye. Seguiremos con nuestra mediocridad educativa, porque la mayoría relativa del pueblo ha dado el beneplácito con su voto, y la oposición, fragmentada, no se ha expedido. Por otra parte, el designado ministro de Educación, profesor Juan C. Tedesco, ha manifestado públicamente que su aceptación del cargo no es sino la continuidad de un proyecto que acompañó desde su jerarquía de viceministro de la gestión anterior. También destacó que en la ley nacional de educación y en los demás instrumentos legales vigentes están las disposiciones para cumplir los objetivos que se aspira alcanzar con el paso de los años.

Mientras tanto, el sociólogo Filmus y la señora Giannettasio –que colaboró con evidente celo en la gestión de la ministra Decibe, durante la presidencia de Carlos Menem, cuyas políticas apoyó, para hacer luego lo mismo con las del presidente Kirchner– no descenderán al llano. Por el contrario: ocuparán bancas en el Congreso y, desde ahí, en su tarea parlamentaria, podrán elaborar nuevos parches legislativos, nuevos engendros pedagógicos asistidos por los “elencos técnicos” que saldrán indemnes de la catástrofe educativa que dilapidó el esfuerzo de un siglo.

La autora es miembro correspondiente de la Academia de Ciencias Sociales de Mendoza.