- CORRECCION -
Corregir el rumbo
La Argentina logró superar hace ya un par de años, durante la presente administración, la turbulencia económica en la que había quedado sumergida a fines de 2001. Sin embargo, la crisis política que acompañó aquel descalabro sigue vigente y se manifiesta de múltiples maneras.
Los candidatos que aspiran a la presidencia en las próximas elecciones fueron designados por pequeños grupos de conducción o surgieron de autoproclamaciones. El Congreso de la Nación está aletargado. El debate y el trabajo están allí ausentes. Reina, por lo menos, la sinceridad: la mayoría de los legisladores delegó en el Poder Ejecutivo, a través de superpoderes o de la curiosa reglamentación para la aprobación de decretos de necesidad y urgencia, las tareas que les encomienda la Constitución nacional a los representantes del pueblo.
En la Justicia no hay indicios de saneamiento. En cambio, persisten las manipulaciones. Sobre todo, desde que el Consejo de la Magistratura fue capturado por una mayoría oficialista.
Para que la insatisfacción sea mayor, reaparecieron aquí y allá graves casos de corrupción. A veces esto ha ocurrido de manera sofisticada, merced a la ingeniería que aportan los fideicomisos de obras públicas. Otras, de modo más burdo, con dinero escondido en bolsas o en valijas.
El clientelismo prebendario ha recrudecido, tal como advirtió el Episcopado católico, y se verifica en cada campaña electoral. Las iniciativas de reforma política que el propio Gobierno prometió en sus albores duermen en gavetas del Congreso de la Nación. Los mecanismos de financiación de los candidatos siguen siendo tan difíciles de precisar como antes de que se desatara la crisis.
El colapso político de 2001 debería haber obligado a un debate profundo sobre las razones de ese descalabro. Pero ese debate fue sustituido por escraches y descalificaciones. Sea cuando se tratan problemas del presente o cuando se quiere revisar el pasado, nada se hace para la comprensión de lo ocurrido y para evitarlo en lo futuro, sino que todo está subordinado a intereses facciosos inmediatos.
La oposición contribuye poco a atenuar los aspectos más negativos de la situación. Su volumen es tan exiguo que se hace imperceptible su voz. Su nivel de organización es muy precario, casi informal, y carece de capacidad para dialogar y alcanzar acuerdos mínimos.
Estas debilidades del sistema político prolongan la crisis más allá de lo esperado. Van a cumplirse seis años desde que las familias salieron a la calle al grito de "que se vayan todos", pero la política sigue sin recuperar su prestigio y sin estimular a franjas importantes de la ciudadanía. Para peor, los más apáticos se encuentran entre los jóvenes.
Un cuadro de esa naturaleza no afecta solamente a quienes protagonizan la vida pública. Tiene un efecto pésimo sobre el bienestar de toda la ciudadanía. Un político sin autoridad carece de fuerza para tomar decisiones que supongan algún costo. Corroída su legitimidad, los representantes se distancian de los representados. Los dirigentes temen a los dirigidos.
Se trata de un fenómeno que no se circunscribe a la clase política. Se extiende en el mundo empresarial, en el sindicalismo y llega en muchos casos a la prensa. Hay medidas que no se toman y cosas que no se dicen por temor al escrache o al cacerolazo.
Una sociedad con la dirigencia retraída, muchas veces por miedo, está condenada a la demagogia. Un gobernante inseguro del consenso que lo sostiene está incapacitado para disponer un aumento de tarifas o liberar un puente internacional de una acción piquetera.
La demagogia consiste en eliminar de la vida pública la dimensión del futuro. El político que cae en ella vive en un presente eterno e ilusorio. E intenta que la sociedad comparta ese espejismo. La política pierde así su función docente. Renuncia a la misión de plantear nuevos objetivos y de crear un consenso lúcido para alcanzarlos. Encerrados en una parafernalia de encuestas y de cosmética política, los gobiernos destinan caudalosos recursos a indagar los deseos de la sociedad para satisfacerlos de inmediato.
La dificultad para superar la crisis política ha hecho que en la Argentina se posterguen muchas medidas indispensables para normalizar la economía. No se terminó de reestructurar la deuda, los precios de muchos servicios se retrasaron de manera artificial, las estadísticas de inflación se fraguan para evitar el malhumor de los números reales, los vínculos internacionales se deterioran con tal de no cumplir con compromisos que pueden resultar impopulares. Las distorsiones se acumulan y retrasan en el tiempo hasta que se vuelven inmanejables.
Sin liderazgos prestigiosos y confiables se elimina el largo plazo, el gobierno se convierte en el reino del azar y se adelanta, con la fantasía de evitarla, la próxima crisis. Hacemos, pues, desde estas columnas de opinión, un llamado al cambio en la dirección correcta que marcan los sabios principios de la Constitución nacional. Lo hacemos con la ilusión de que al menos después de superado el próximo proceso electoral privará un examen introspectivo con la madurez suficiente para corregir los graves desvíos de la actualidad.
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