- BAIRES LIMPIA -
Limpiar es tarea de todos
El gobierno de la ciudad de Buenos Aires ha vuelto a admitir francamente que la urbe está sucia y que la mayor parte de los porteños aspira a que esa vergonzante situación sea corregida. Ha sido activado, entonces, un nuevo plan de aseo que, sin duda, representa un paso positivo para concretar esa finalidad. Pero ese esfuerzo terminaría por ser estéril si no tuviese firmeza, continuidad y poder de convocatoria para involucrar en él al conjunto de la comunidad.
Desde hace muchísimo, la limpieza de los espacios públicos -veredas, aceras, desagües, terrenos baldíos, plazas, parques, paseos, etcétera- ha dejado de ser cuestión de mera estética y se ha convertido en una obligación inexcusable que incluso compromete la calidad de vida y el estado sanitario de la población. A pesar de eso, la higiene de nuestra ciudad fue empeorando año tras año hasta caer en una degradación extrema que representa una amenaza cierta para la salud pública, agrede a la ciudad y a sus habitantes y en modo alguno se condice con la intención de convertir a Buenos Aires en una de las metas del turismo mundial.
Cuando entró en crisis la economía nacional, a fines de 2001 y comienzos de 2002, se difundió masivamente en la ciudad la hasta entonces mucho menos conocida actividad de los cartoneros. Provenientes del conurbano y de las propias zonas marginales de nuestra urbe, los cultores de este oficio se dedicaron a hurgar sin orden ni concierto dentro de los recipientes de desperdicios en busca de inmediato sustento, y más adelante lo hicieron para obtener residuos y descartes vendibles, lo cual les aseguró un ingreso cotidiano.
Como resultado de ese comportamiento, el cartoneo, admitido a regañadientes porque apuntaba a satisfacer necesidades perentorias, se convirtió en actividad comercial redituable, sobre todo en el caso de los solapados "mayoristas", ocupados en concentrar y revender los materiales acarreados por los improvisados recolectores. En sus comienzos nocturna, esta peregrina actividad adelantó más y más sus horarios hasta abarcar la jornada íntegra: los cartoneros compiten abiertamente entre ellos para quedarse con las mejores partes del botín. Atrás quedan las bolsas despanzurradas y las basuras de todo tenor esparcidas por calzadas y veredas. Superadas aquellas vicisitudes extremas, y a pesar de ciertas tímidas y rápidamente olvidadas reglamentaciones, ninguna autoridad se ha atrevido a ponerle dique a ese quehacer, a todas luces irregular.
Ahora se pretende iniciar en San Telmo una experiencia apuntada a disminuir la cantidad de cartoneros y a uniformar su labor, suministrándoles mediante envases especiales los residuos reciclables. Al vecindario se le solicita que saque a la calle los desperdicios entre las 20 y las 21. Si tiene buen resultado, este plan sería extendido al resto de la ciudad.
En tanto propuesta optimista, el proyecto es viable, salvo por el hecho de que plantea una visión parcializada del problema. Los cartoneros, es cierto, son responsables de una considerable proporción de esa suciedad que contamina el ambiente, ofende la vista y el olfato y atrae toda clase de alimañas, mas no son los únicos partícipes de esa notable relajación de la convivencia.
Mal que pese, los servicios de limpieza y recolección de basura no son eficientes. A quien no lo crea le bastaría con prestarle atención a cómo son llevadas a cabo hoy en día esas indispensables labores. Los antiguos barrenderos municipales fueron reemplazados por empleados que con desgano, discontinuidad y no en todos los barrios frotan sus escobillones contra la estrecha franja contigua al cordón de la vereda. Entretanto, los recolectores se dedican a levantar las bolsas de basura y arrojarlas dentro del camión cuya dotación integran: los proyectiles no siempre dan en el blanco, las bolsas se abren y los desperdicios se suman en plena calzada a las huellas del paso de los cartoneros.
Por último, el pésimo comportamiento vecinal ensombrece aún más los tonos de este cuadro cotidiano. En muchos casos, algunos porteños sacan la basura cuando y como se les antoja -por ejemplo, arrojándola desde un balcón o los domingos, a sabiendas de que ese día no hay recolección-, se burlan de los apercibimientos gubernamentales, retacean la limpieza de las veredas, pese a que se trata de una obligación del propietario frentista, e inventan múltiples excusas para justificar tantas manifestaciones de desidia.
Es factible tener una ciudad aseada. Salvando las distancias, la capital de la provincia de Mendoza, donde hasta son enceradas y lustradas las veredas, es una contundente demostración de cuánto se puede hacer al respecto.
Fiscalizar y mejorar los servicios de limpieza, eliminar gradualmente el cartoneo y educar a la población mediante el convencimiento y la rigurosa aplicación de multas a los infractores deberían ser tareas perentorias llevadas a la práctica sin que en ellas interfieran mezquinos intereses preelectorales.
Devolverle a Buenos Aires una fisonomía grata y civilizada no es una frivolidad, sino la meta a la cual se debería llegar si es que se pretende evitar males mayores cuyo desenlace podría ser imprevisible.
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