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La argentinización del ambiente
El ingreso del subsecretario de Tierras para el Hábitat Social, Luis D’Elía, en una propiedad privada en los Esteros del Iberá, Corrientes, justificado como un acto de dignidad y soberanía; la intención de expropiar esas y otras tierras para “poner límite a la libre disponibilidad y voracidad desaprensiva de quienes pretenden apropiarse de riquezas naturales”, y el proyecto de limitar la venta de tierras a los nacidos en otras geografías por temor a una extranjerización de los recursos merecen una reflexión acerca de los objetivos y los riesgos que esas decisiones entrañan.
Sin duda, los recursos naturales han despertado en lo que va del año un interés que estaba adormecido en la Argentina. Desde enero, el ritmo caliente de Gualeguaychú, acelerado por la posible instalación de dos plantas de pasta de celulosa sobre el río Uruguay, desató uno de los debates ambientales más ásperos de que se tenga memoria.
Al mismo tiempo, vimos resucitar el postergado proyecto de limpieza de las aguas iridiscentes del Riachuelo, mientras que el Segundo Malón de la Paz concentró el reclamo de las comunidades aborígenes de Humahuaca por la adjudicación de las tierras a sus ocupantes ancestrales. Ellos enfrentaron la paradoja de haber perdido su espacio entre los cerros de colores mientras su presencia era el fundamento de la declaración de la Quebrada como patrimonio cultural de la humanidad.
Ahora, el temor es que el señor Douglas Tompkins, propietario de un campo en los Esteros del Iberá, se apropie del monumental acuífero guaraní, un reservorio de agua que abarca alrededor de 1.190.000 kilómetros cuadrados bajo el territorio de Brasil, la Argentina, Paraguay y Uruguay.
En este caso, al igual que en los mencionados más arriba, el debate resulta positivo en sí mismo. Aun cuando los aspavientos verbales del ex piquetero demuestren escasa imaginación y abundante intolerancia. Aun cuando el temor de que nos vengan a robar el agua surja como idea inspiradora en un cerebro adormecido por viejos cuentos. Y aun cuando la propuesta de argentinización de las tierras viole el principio constitucional de igualdad de derecho y tratamiento entre extranjeros y argentinos y responda a la premisa, éticamente inaceptable, que juzga a los extranjeros peores que los argentinos.
Nuestro inmenso territorio, de extremada belleza natural, requiere urgente conservación. Lamentablemente, sus áreas protegidas cubren un escaso cinco por ciento de la superficie continental. Además de ser muy reducido, ese espacio está lleno de debilidades que lo ponen en riesgo. Muchas áreas protegidas consisten apenas en el decreto que las creó, mientras que otras carecen de planes de manejo. Los recursos son escasos y la capacidad de quienes las administran, bastante dudosa. Muchas disponen de un presupuesto que se escurre entre las charlas y el mate de quienes están a cargo, más preocupados por ventajas políticas que por instrumentar estrategias de conservación adaptadas a las necesidades de este siglo.
El problema de la escasa porción del país que se encuentra protegida es que resulta insuficiente para conservar muestras representativas de nuestros valiosos recursos naturales. En especial porque el gigantesco territorio restante, que contiene a menudo la misma riqueza natural, se halla sujeto a intensas explotaciones mineras o forestales, al seductor monocultivo, al uso abusivo de los agroquímicos o al intenso pastoreo del ganado. Así desaparecen, cada año, 300.000 hectáreas de bosques nativos, lo que contribuye a engrosar el porcentaje de bosques perdidos por nuestro país durante el último siglo, cercano al 70 por ciento. Así van diluyéndose las funciones y los servicios más delicados que presta la naturaleza: muestras representativas de recursos biológicos y genéticos que albergan la esperanza de cura para múltiples enfermedades, la regulación de las cuencas hídricas, la fijación de suelos, los intercambios de gases de la masa vegetal y, en muchos casos, el valor escénico con fines turísticos, recreativos y de goce estético. Así va degradándose la capacidad de generar recursos genuinos de modo más perdurable.
Resulta indispensable pensar en mecanismos que permitan a los propietarios de tierras con recursos naturales relevantes integrar esas tierras en sistemas de conservación con una perspectiva similar a la de las áreas protegidas públicas. Hay que alentarlos a hacerlo. De ese modo, se podría cumplir con el objetivo de conservar la naturaleza para las futuras generaciones y evitar que las áreas protegidas se transformen en verdaderas islas de naturaleza rodeadas de tierras alteradas por la actividad humana.
Desde una perspectiva inteligente, la provocación de señalar a un extranjero que preserva un ecosistema sensible de nuestro país como enemigo del pueblo revela, cuando menos, carencia de conocimientos básicos en materia de conservación de los recursos naturales argentinos. La actitud, además de ser agresiva, conlleva una intención evidente de manipulación mediática: sin pruebas, sin orden judicial alguna, rompiendo alambrados con una tenaza, se ingresa en el campo de la misma persona que hace dos años donó a la Argentina más de 60.000 hectáreas de su propiedad en la provincia de Santa Cruz para que se transformaran en el Parque Nacional Monte León. Se trata de una actitud hipócrita y violenta que apunta a identificar a Douglas Tompkins con el enemigo y al funcionario que la esgrimió con quien pretende evitar que manos extranjeras se apropien de la soberanía del acuífero guaraní.
Más allá de la importancia del acuífero –por fortuna, en buen estado de conservación–, ¿sabrá Luis D’Elía que otro acuífero, mucho más próximo a su vecindario, requiere atención y recursos urgentes? Todos los días cientos de miles de personas acceden a las aguas del acuífero pampeano, en la provincia de Buenos Aires, sujetas tanto a la contaminación superficial como a la de los pozos negros.
Resulta llamativo que, habiendo tanta preocupación por la argentinización de los acuíferos que no padecen estos males, no exista ninguna ley que regule el uso y la protección adecuada de las aguas subterráneas. ¿Sabrá D’Elía que en tierras contiguas al Iberá se ha construido un grotesco terraplén de casi diez kilómetros de largo, perpendicular al sentido de escurrimiento de las aguas, sin evaluación de impacto ambiental y a contrapelo de una sentencia que ordenaba la detención de la obra? ¿Sabrá que en ese mismo lugar se han arado miles de hectáreas que cobijan una flora y una fauna inigualables para producir arroz con el riego de las brillantes aguas del Iberá?
Entre los argumentos vociferados para promover la expropiación de las tierras del empresario extranjero en el Iberá se menciona la necesidad de evitar que manos ajenas adquieran propiedades sobre el acuífero guaraní porque podrían apropiarse del agua subterránea que allí se encuentra. Ocurre que el acuífero es un reservorio de agua tan monumental que cubre un inmenso espacio bajo el territorio de Brasil, la Argentina, Paraguay y Uruguay donde cualquier propiedad suprayacente representa una ínfima fracción superficial por encima de ese oasis. Y lo que parece ignorarse es que las aguas subterráneas, independientemente de la nacionalidad del propietario del suelo, son bienes públicos del Estado nacional o provincial, según el caso, y su uso se encuentra sujeto a los permisos que éste otorga.
De modo que, para la tranquilidad de aquellos que temen que algunos extranjeros puedan llevarse el agua debe resaltarse un principio fundamental: la nacionalidad del propietario del suelo en nada cambia la soberanía de la Argentina sobre el acuífero subterráneo y su explotación. Al igual que ocurre con otros recursos naturales subterráneos, hace falta siempre una autorización previa del Estado.
Entre los fundamentos del proyecto de expropiación se lee que el objetivo es recuperar el dominio del acuífero guaraní como un acto de soberanía política o, curiosamente, se destaca: “El acuífero guaraní es el tercer reservorio de agua dulce más importante del mundo, situado a menos de 700 kilómetros de la pista aérea de lo que será la futura base norteamericana Mariscal Estigarribia, en la República del Paraguay”. Al leer esto, uno siente que el sentimiento inspirador de este disparate es la paranoia, o quizá la alarmante manipulación de un falso nacionalismo. Dos modos patológicas de promover el futuro. O de desplegar el poder.
No obstante, y dado que la expropiación se haría con los limitados fondos del Estado argentino, cabe preguntarse si se ha establecido un orden de prioridades para asegurar una verdadera utilidad pública. ¿Es prioritario destinar los fondos para adquirir un campo sobre el Iberá, que en nada pone en riesgo el futuro del acuífero guaraní, o sería mejor destinarlos al saneamiento de los acuíferos contaminados de donde la gente bebe hoy? ¿No será más trascendente expropiar algunas hectáreas de selvas que cada año se van deforestando, donde se va perdiendo la riquísima biodiversidad de nuestro país? ¿O alguna de las miles de hectáreas dedicadas a un monocultivo que degrada el suelo?
En cualquier caso, el debate en torno de los temas ambientales suma, aporta, enriquece. Y sigue resultando positivo que, aun desde perspectivas diferentes, la sociedad argentina comience a reflexionar sobre ellos, ya que sólo el ejercicio de la discusión civilizada nos permitirá superar las ideologías maniqueas y emprender un camino más lúcido hacia la conservación de nuestros valiosos recursos: un camino apto para quienes deseen vivir en una Argentina abierta al mundo, que siga hipnotizando con su esplendor.
Por Luis Castelli
Para LA NACION
El autor es director ejecutivo de la Fundación Naturaleza para el Futuro
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