Blog de interés cultural, social y comunicacional. Site dedicado a la difusión de las artes y espectáculos. Pensamientos del colectivo imaginario. Reflexión sobre temas cotidianos. Una manera de proponer ideas para una Argentina mejor, comprometida con su gente, su pasado, presente y futuro. - EL OJO PARLANTE - Copyright © TM 2005 - 2008 - R.A.Carrasquet - Ciudad Autónoma de la Santísima Trinidad - Puerto de Santa María de los Buenos Aires - Sudamérica - República Argentina -

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3.7.06

- ANTICIPO -

Crónicas del ayer


En Historias Argentinas.
De la Conquista al Proceso, que
Editorial Sudamericana
lanzó ayer, Pacho O’Donnell
rescata hechos y protagonistas
que conformaron el país.

Aquí, tres fragmentos


Cuando la Argentina ocupó California Hipólito Bouchard había nacido cerca de Saint Tropez el 15 de enero de 1780. Marino, llegó a Buenos Aires cuando se producía la segunda invasión británica y colaboró en la Reconquista. A partir de entonces participó de los sucesos revolucionarios, tanto en el mar, a las órdenes de Azopardo, como en tierra, combatiendo en San Lorenzo, donde arrebató una bandera española cobrándose la vida de quien la portaba. Gozó de la distinción de San Martín, quien lo llevó consigo al Ejército del Norte.

Pero luego regresó a su medio, el mar, y zarpó de Buenos Aires el 9 de julio de 1817 al mando de la fragata La Argentina, rebautismo de la Consecuencia, que él mismo había capturado poco antes a los realistas del Pacífico. El periplo fue largo: Madagascar, India, océano Indico, Filipinas, Borneo, Java, las Célebes, el archipiélago de la Sonda, siempre con la bandera argentina al tope. Luego, durante dos meses La Argentina bloqueó la ciudad filipina de Luzón, centro del poder español en el mar de la China. Hundió dieciséis barcos, abordó otros dieciséis y apresó a cuatrocientos realistas.

La fama del corsario francés al servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata se expandía velozmente, inspirando el terror con sólo pronunciarse su nombre. El 22 de noviembre de 1818 la aguerrida flotilla fondea en la bahía de Monterrey, California, entonces posesión española. Bouchard, sobre La Argentina, y su subordinado Peter Corney, al mando de la reconquistada Chacabuco, con una desusada tripulación de criollos y polinesios, sitiaron la ciudad enemiga. Las baterías realistas cañonearon las naves patriotas, que respondieron el fuego implacablemente y lograron desembarcar sus tropas de ataque. Al día siguiente se produjo la rendición de la plaza.

El diario de Bouchard cuenta que un cobrizo guerrero hawaiano fue quien arrió la bandera española e izó la celeste y blanca en territorio del que es hoy el país más poderoso de la Tierra.

La ocupación de la Alta California por parte de la armada argentina se prolongó por seis días, tiempo que duró el saqueo y la reparación de las naves.

El mortífero raid continuó por las colonias centroamericanas, poniendo en jaque a las armas del soberano hispánico y apoderándose de los fuertes de San Juan, Acapulco, San Blas, Sonsonate y Santa Bárbara. Cabe resaltar un combate feroz frente a la costa nicaragüense, de resultas del cual una flotilla realista fue desmembrada totalmente por nuestros patriotas. Es éste el motivo por el cual varias banderas de las actuales naciones de Centroamérica, en especial Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, evidencian ostensiblemente que han tomado la nuestra como base, pues significó para quienes lucharon por sus respectivas independencias, gracias a Hipólito Bouchard y otros corsarios argentinos, un símbolo altivo de lucha contra el opresor colonial.

El canje de la cautiva

La conquista del desierto de Juan Manuel de Rosas no se basó en el exterminio sino en la negociación y el soborno, lo que marcó una diferencia con la que se emprendió medio siglo más tarde. Sabiendo que los malones se debían a las privaciones que pasaban los indios, su política fue proveerlos de aquello que necesitaban, ganándose la voluntad de los caciques haciendo que fuesen ellos quienes repartieran entre los suyos los alimentos, las bebidas alcohólicas, los yeguarizos y los ponchos con que los proveía el gobierno de Buenos Aires.

Para la recuperación de las cautivas, Rosas acudía a los argumentos que se desprenden de la carta enviada a un cacique "amigo", Santiago Llanquelén, el 10 de diciembre de 1834.

"Mi estimado Santiago: Habiendo sabido qe entre los Yndios de tu pertenencia está una Cristiana hermana del miliciano Gabriel Yrusta llamada Candelaria que la llevaron del Salto hace muchos años, he dispuesto que vaia su hermano para que se la hagas entregar como corresponde y si hay entre tus indios algunos otros Cristianos varones o mujeres debes avisarme para pasar por ellos porque están tus Indios vajo mi amparo por lo que no es bueno qe haya entre ellos Cautivos Cristianos sin haberlos entregado.

"Al indio que la tenga le daré de regalo los artículos siguientes, lo qe debes advertirle para qe vaia por ellos a la Guardia del Monte donde se los entregará Dn Vicente González. Pero decile qe no es compra qe le hago de la cautiva porqe ellos tienen la obligación de entregarlas sin paga, qe es solamente un regalo que le hago por considerarlo pobre.

"Catorce yeguas.- Dos pañuelos.- Dos cuchillos.- Dos camisas.- Dos calzonsillos.- Una sabanita de poncho.- Un atado de cuentas.- Un par de espuelas de fierro. Una arroba de yerba.- Quatro vasos de abaco.- Quatro libras de harina.- Quatro libras de azucar.- Quatro libras de pasas.-

"(...) Deseo tu mejor salud y la de tu familia quedando tuio, afmo. General." Firmado: Juan Manuel de Rosas

El secretario sabe que va a morir

Facundo Quiroga abandona la gobernación de La Rioja y se instala en Buenos Aires, donde desarrolla una intensa actividad política, seduciendo tanto a federales como a unitarios, con la idea de proponerse como la figura clave para la por todos ansiada reorganización nacional, en competencia con el autocrático gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.
Como lo señala Domingo Faustino Sarmiento, "sus hijos están en los mejores colegios y jamás les permite vestir sino de frac o levita y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura".

Aprovechando el prestigio que Facundo, o "don" Facundo como le gusta hacerse llamar ahora, tiene en las provincias, pero también para alejarlo del centro de decisiones porteño, el Restaurador le encarga la misión de mediar entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que amenazan con enfrascarse en una guerra. Si bien al principio vacila, el 18 de diciembre de 1835 el riojano parte en su galera, no sin presagios: "Si salgo bien te volveré a ver", se despide de Buenos Aires, "si no ¡adiós para siempre!". A su lado, en el zangoloteante asiento, viajará su fiel secretario, el doctor José Santos Ortiz.

La breve detención en Córdoba da tiempo suficiente a Santos Ortiz para enterarse de lo que se rumoreaba: el asesinato de Quiroga estaba ya decidido, sus asesinos seleccionados, las tercerolas compradas. Sólo la llegada prematura ha impedido el drama.

Pero cuando la galera se aleja, difuminada por el polvo, los pronósticos arrecian: el asesinato tendrá lugar en el viaje de regreso. El secretario se lo comunica a su jefe, quien, en una actitud que nuestra historia aún no ha podido explicar, hace caso omiso a las advertencias e incluso rechaza las escoltas que le ofrecen los gobernadores de Santiago y Tucumán, cuyos diferendos ha sabido resolver. Facundo tenía una enorme confianza en su capacidad para influir sobre los demás, había llegado a creer en las dotes mágicas que las imaginerías de la época le adjudicaban.

Antes de llegar a la posta de Ojo de Agua la diligencia es interceptada por un joven que se cruza en el camino y pide hablar con el secretario. Este le ha hecho alguna vez un favor importante y él está dispuesto a devolvérselo, aun a riesgo de su vida. Todo se lo cuenta: Santos Pérez, un malandado con varias muertes en su haber, está emboscado en un paraje llamado Barranca Yaco, al frente de una partida armada hasta los dientes y con la orden de que nadie, absolutamente nadie, debía quedar vivo. Tal era la orden. El joven Sandivaras había traído un caballo a la rienda y se lo ofrece a Ortiz para que salve su vida. Habrá vacilado, seguramente, el secretario. Habrá mirado el caballo que lo tentaba con la supervivencia y habrá mirado a su jefe, aquel hombre por el que sentía una devoción rayana en la adoración. O que le inspiraba un temor tal que le impedía pensar en su propia conveniencia.

Por fin, cumple con su destino y con aquella sentencia de Marco Aurelio: La vida es guerra, y la estancia de un extraño en tierra extraña. El doctor Santos Ortiz trepa otra vez a la galera y se sienta junto a Facundo.



Por Pacho O’Donnell
Publicado en La Nación Revista

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rescata hechos y protagonistas
que conformaron el país.

Aquí, tres fragmentos


Cuando la Argentina ocupó California Hipólito Bouchard había nacido cerca de Saint Tropez el 15 de enero de 1780. Marino, llegó a Buenos Aires cuando se producía la segunda invasión británica y colaboró en la Reconquista. A partir de entonces participó de los sucesos revolucionarios, tanto en el mar, a las órdenes de Azopardo, como en tierra, combatiendo en San Lorenzo, donde arrebató una bandera española cobrándose la vida de quien la portaba. Gozó de la distinción de San Martín, quien lo llevó consigo al Ejército del Norte.

Pero luego regresó a su medio, el mar, y zarpó de Buenos Aires el 9 de julio de 1817 al mando de la fragata La Argentina, rebautismo de la Consecuencia, que él mismo había capturado poco antes a los realistas del Pacífico. El periplo fue largo: Madagascar, India, océano Indico, Filipinas, Borneo, Java, las Célebes, el archipiélago de la Sonda, siempre con la bandera argentina al tope. Luego, durante dos meses La Argentina bloqueó la ciudad filipina de Luzón, centro del poder español en el mar de la China. Hundió dieciséis barcos, abordó otros dieciséis y apresó a cuatrocientos realistas.

La fama del corsario francés al servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata se expandía velozmente, inspirando el terror con sólo pronunciarse su nombre. El 22 de noviembre de 1818 la aguerrida flotilla fondea en la bahía de Monterrey, California, entonces posesión española. Bouchard, sobre La Argentina, y su subordinado Peter Corney, al mando de la reconquistada Chacabuco, con una desusada tripulación de criollos y polinesios, sitiaron la ciudad enemiga. Las baterías realistas cañonearon las naves patriotas, que respondieron el fuego implacablemente y lograron desembarcar sus tropas de ataque. Al día siguiente se produjo la rendición de la plaza.

El diario de Bouchard cuenta que un cobrizo guerrero hawaiano fue quien arrió la bandera española e izó la celeste y blanca en territorio del que es hoy el país más poderoso de la Tierra.

La ocupación de la Alta California por parte de la armada argentina se prolongó por seis días, tiempo que duró el saqueo y la reparación de las naves.

El mortífero raid continuó por las colonias centroamericanas, poniendo en jaque a las armas del soberano hispánico y apoderándose de los fuertes de San Juan, Acapulco, San Blas, Sonsonate y Santa Bárbara. Cabe resaltar un combate feroz frente a la costa nicaragüense, de resultas del cual una flotilla realista fue desmembrada totalmente por nuestros patriotas. Es éste el motivo por el cual varias banderas de las actuales naciones de Centroamérica, en especial Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, evidencian ostensiblemente que han tomado la nuestra como base, pues significó para quienes lucharon por sus respectivas independencias, gracias a Hipólito Bouchard y otros corsarios argentinos, un símbolo altivo de lucha contra el opresor colonial.

El canje de la cautiva

La conquista del desierto de Juan Manuel de Rosas no se basó en el exterminio sino en la negociación y el soborno, lo que marcó una diferencia con la que se emprendió medio siglo más tarde. Sabiendo que los malones se debían a las privaciones que pasaban los indios, su política fue proveerlos de aquello que necesitaban, ganándose la voluntad de los caciques haciendo que fuesen ellos quienes repartieran entre los suyos los alimentos, las bebidas alcohólicas, los yeguarizos y los ponchos con que los proveía el gobierno de Buenos Aires.

Para la recuperación de las cautivas, Rosas acudía a los argumentos que se desprenden de la carta enviada a un cacique "amigo", Santiago Llanquelén, el 10 de diciembre de 1834.

"Mi estimado Santiago: Habiendo sabido qe entre los Yndios de tu pertenencia está una Cristiana hermana del miliciano Gabriel Yrusta llamada Candelaria que la llevaron del Salto hace muchos años, he dispuesto que vaia su hermano para que se la hagas entregar como corresponde y si hay entre tus indios algunos otros Cristianos varones o mujeres debes avisarme para pasar por ellos porque están tus Indios vajo mi amparo por lo que no es bueno qe haya entre ellos Cautivos Cristianos sin haberlos entregado.

"Al indio que la tenga le daré de regalo los artículos siguientes, lo qe debes advertirle para qe vaia por ellos a la Guardia del Monte donde se los entregará Dn Vicente González. Pero decile qe no es compra qe le hago de la cautiva porqe ellos tienen la obligación de entregarlas sin paga, qe es solamente un regalo que le hago por considerarlo pobre.

"Catorce yeguas.- Dos pañuelos.- Dos cuchillos.- Dos camisas.- Dos calzonsillos.- Una sabanita de poncho.- Un atado de cuentas.- Un par de espuelas de fierro. Una arroba de yerba.- Quatro vasos de abaco.- Quatro libras de harina.- Quatro libras de azucar.- Quatro libras de pasas.-

"(...) Deseo tu mejor salud y la de tu familia quedando tuio, afmo. General." Firmado: Juan Manuel de Rosas

El secretario sabe que va a morir

Facundo Quiroga abandona la gobernación de La Rioja y se instala en Buenos Aires, donde desarrolla una intensa actividad política, seduciendo tanto a federales como a unitarios, con la idea de proponerse como la figura clave para la por todos ansiada reorganización nacional, en competencia con el autocrático gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.
Como lo señala Domingo Faustino Sarmiento, "sus hijos están en los mejores colegios y jamás les permite vestir sino de frac o levita y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura".

Aprovechando el prestigio que Facundo, o "don" Facundo como le gusta hacerse llamar ahora, tiene en las provincias, pero también para alejarlo del centro de decisiones porteño, el Restaurador le encarga la misión de mediar entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que amenazan con enfrascarse en una guerra. Si bien al principio vacila, el 18 de diciembre de 1835 el riojano parte en su galera, no sin presagios: "Si salgo bien te volveré a ver", se despide de Buenos Aires, "si no ¡adiós para siempre!". A su lado, en el zangoloteante asiento, viajará su fiel secretario, el doctor José Santos Ortiz.

La breve detención en Córdoba da tiempo suficiente a Santos Ortiz para enterarse de lo que se rumoreaba: el asesinato de Quiroga estaba ya decidido, sus asesinos seleccionados, las tercerolas compradas. Sólo la llegada prematura ha impedido el drama.

Pero cuando la galera se aleja, difuminada por el polvo, los pronósticos arrecian: el asesinato tendrá lugar en el viaje de regreso. El secretario se lo comunica a su jefe, quien, en una actitud que nuestra historia aún no ha podido explicar, hace caso omiso a las advertencias e incluso rechaza las escoltas que le ofrecen los gobernadores de Santiago y Tucumán, cuyos diferendos ha sabido resolver. Facundo tenía una enorme confianza en su capacidad para influir sobre los demás, había llegado a creer en las dotes mágicas que las imaginerías de la época le adjudicaban.

Antes de llegar a la posta de Ojo de Agua la diligencia es interceptada por un joven que se cruza en el camino y pide hablar con el secretario. Este le ha hecho alguna vez un favor importante y él está dispuesto a devolvérselo, aun a riesgo de su vida. Todo se lo cuenta: Santos Pérez, un malandado con varias muertes en su haber, está emboscado en un paraje llamado Barranca Yaco, al frente de una partida armada hasta los dientes y con la orden de que nadie, absolutamente nadie, debía quedar vivo. Tal era la orden. El joven Sandivaras había traído un caballo a la rienda y se lo ofrece a Ortiz para que salve su vida. Habrá vacilado, seguramente, el secretario. Habrá mirado el caballo que lo tentaba con la supervivencia y habrá mirado a su jefe, aquel hombre por el que sentía una devoción rayana en la adoración. O que le inspiraba un temor tal que le impedía pensar en su propia conveniencia.

Por fin, cumple con su destino y con aquella sentencia de Marco Aurelio: La vida es guerra, y la estancia de un extraño en tierra extraña. El doctor Santos Ortiz trepa otra vez a la galera y se sienta junto a Facundo.



Por Pacho O’Donnell
Publicado en La Nación Revista