- LA REINA ESPLENDOROSA -
Buenos Aires: la reina esplendorosa
Extraído de LA NACION REVISTA 05.03.2006
Como en sus mejores épocas, recibe cada vez más visitantes. La capital argentina encarna, según el autor de esta nota, una suerte de ciudad-país a la que el mundo no puede dejar de mirar
Cuando André Malraux conoció Buenos Aires (en tiempos de nuestro apogeo) quedó sorprendido por el fasto, la fuerza, la elegancia, la intensidad de Buenos Aires, y dijo: –Este es una capital de imperio, ¿pero dónde está el imperio? Desconcierto lógico. Una cabeza muy grande en un cuerpo poco desarrollado. Hasta hace cuatro décadas Buenos Aires sorprendió como una Europa exterior. Una Europa con veinte o treinta años de atraso. Una Europa de deliciosos gestos provincianos. Ahora naturalmente es distinto. Hay piqueteros, cartoneros, asaltantes y asesinos cómodos en su tarea. Pero Buenos Aires sabe que vencerá sus lacras. Lo que es más incierto es la respuesta a Malraux: ¿llegaremos a tener el imperio que corresponde a tamaña metrópolis? Su calidad de vida y su ritmo cultural se ubican entre las diez ciudades más intensas de nuestro tiempo. Rilke decía que las grandes ciudades modernas son hechos contra natura, fascinantes aberraciones donde el bien y el mal, lo sublime y lo execrable, andan por la misma vereda. Es en esos grandes monstruos (que nunca se termina de amar o de odiar) donde la experiencia cotidiana de vivir alcanza la mayor posibilidad de variación y profundidad. Atraen porque de algún modo conjugan el opuesto entre nuestra intimidad solitaria y el trabajo de todos. Se vive en ellas porque ofrecen velocidad e intensidad, no paz ni sabiduría. Las grandes metrópolis han sido las protagonistas del siglo XX, tan contradictorio. Han encarnado la modernidad, en lo bueno y en lo malo. Son símbolo y realidad de una época en que el nihilismo angustiante y las esperanzas ideológicas combatieron una lid sin precedente. Buenos Aires entre todas esas grandes exageraciones urbanas se distingue como una civitas que precedió a la civilización que tenía que haberla producido. La ciudad empujó al país tradicional. Quebró con él. Impuso una frenética imitación de lo extranjero. Quemó etapas. Creció intelectualmente lejos del resto. Buenos Aires triunfa y se frivoliza frente a un país que la mira como al hijo pródigo. Esta historia corresponde a la Argentina, y a otros países de América donde la modernización se concentró en las capitales. Lo cierto es que desde Europa, Buenos Aires suena como algo remoto y exótico. Es una especie de Europa preservada, un Shangri-la. Pese a la revolución informática y mediática, todos los días tenemos un viajero que se sorprende por su expresión de calidad de vida civilizada y de poder cultural. A diferencia de Río de Janeiro con sus asombrosas bahías y de las ciudades "típicas" de América latina, Buenos Aires es casi inefable. ¿Cómo describir sus valores o su atracción a quien no la conoce? Es moderna pero no tiene la espectacularidad de Manhattan. Es sudamericana, pero en clima templado y sin indios o negros, verdadero desengaño para el tic turístico. Salvo el tango, no tiene contraseña internacional alguna. No obstante, Argentina y Buenos Aires irrumpen en el universo informativo mundial por vía de la mala noticia política (dictaduras militares por suerte superadas) o por las luminarias y mitos que nuestro atípico país produce con extraña generosidad: Borges, Fangio, Maradona, Gardel, Evita, el doctor Guevara, etc. Muestras de un talento que flota entre lo artístico y lo subversivo a gran escala. Martínez Estrada, desde su pesimismo crítico, fue el primero en advertir que Buenos Aires no era una ciudad sino un país o contra-país imperialista. Imaginar a la Argentina sin el delicioso cáncer de Buenos Aires nos llevaría a encontramos con un país amable, bucólicamente latinoamericano, una especie de Ecuador de zonas templadas. Buenos Aires le aportó a la Argentina nada menos que la diferencia. Aportó angustia, curiosidad, snobismo, noche. Le quitó a la Argentina la modorra colonial e ibérica. Le inyectó la angustia de Arlt, el malabarismo estético de Borges, la violencia poética de Enrique Molina. Sin Buenos Aires, la Argentina carecería de profundidad y leyenda (porque los países son un acto de convencimiento, de pasión, de la parte de sus creadores. Son leyendas que se estiran en el tiempo y nos determinan: nos dan un estilo, una tradición, tal vez un destino). La inmigración masiva creada por una decisión admirable de los hombres de la Generación del 80 es la clave de esta ciudad-país. La población original, criolla, oligárquica, fue desplazada por sucesivos aluviones de inmigrantes, preferentemente italianos y españoles. Luego judíos, alemanes, centroeuropeos y, más recientemente, hermanos de la América andina. Gran parte de lo bueno y de lo malo de la ciudad porteña quedó determinado por esos barcos que llegaron atestados de gente esperanzada a la rada de Buenos Aires. Con ellos llegaron los editores de la España exiliada. Los traductores de la novedad psicoanalítica, política o literaria. Aquí se editó a Hermann Broch ("La muerte de Virgilio") antes que en Alemania, y a Saint-John Perse antes que en el París ocupado. Este sobresalto étnico nos acercaba la realidad y el estilo del mundo, la enfermedad, la esperanza y el pesado pesimismo de quienes habían perdido su patria e intentaban reconstruir aquí una segunda vida. Surgía una curiosidad intelectual nacida del dolor de una quebradura profunda. La cultura como necesidad de coherencia, como búsqueda de certidumbre, como perplejidad (Xul Solar, Gombrovich, Murena, Borges, Fatone, Martínez Estrada). Del mismo modo que Buenos Aires creció como urbe sin país o a contra-país, el porteño conformó su idiosincrasia al margen de la criollidad y del estilo provinciano. Toda América latina tiene una imagen clara de la prepotencia o guaranguería del porteño, en la que a veces se esconde un fondo de timidez o hasta de ternura. En general, el porteño típico huye (hacia adelante) de sus límites personales y de la inseguridad de un origen complejo. Buenos Aires es su hábitat indispensable. Como pertenece a un mundo exiliado de Europa, como se dijo, su sentido de lo bueno y sus exigencias no tienen límite. Vive el primer mundo como algo propio. El porteño huye del tercer mundo como de su realidad latinoamericana (que hoy es la suya). En su esfuerzo está su grandeza, sus logros y la clave de sus patéticos desbarrancamientos. Desde los tiempos de nuestro triunfo económico, el porteño adoptó las mejores cosas como si las produjere. Tiene exigencias de la Europa originaria. La calidad de vida de Buenos Aires está muy por encima de la ubicación que tiene nuestro país entre las naciones productoras. Buenos Aires se contaba entre las diez ciudades de mejor nivel cultural y vital. Es una resultante opinable originada en factores estadísticos y extraestadísticos (educación, seguridad, raza, situación de la mujer, consumo de drogas y alcohol, delincuencia, clima, etc.). Hoy, a partir del nuevo siglo, aparecemos en cifras de fracaso. Buenos Aires concentra la herencia sarmientina que hoy, en los umbrales del nuevo siglo, vemos peligrar. La universidad nacional gratuita fue un centro de calidad en todas las disciplinas. El hijo del inmigrante se doctoraba. La gran promoción social pasaba por la cultura y su valoración prioritaria. (Es lamentable hablar de este tema en tiempo pretérito). A partir del año 20 los prestigios en Buenos Aires pasaban por el talento. Surgieron grandes periodistas como para imponer al matutino La Prensa entre los más informados del mundo. Los escritores habitaron columnas semanales. Uno de los libros más literarios de Borges apareció en forma de relatos independientes en aquella Crítica, de Natalio Botana, una de nuestras aventuras periodísticas más recordadas. El café de Buenos Aires, el café de cada esquina importante del barrio, fue la universidad paralela o el centro de "extensión universitaria", como ahora se dice. En la noche de Buenos Aires había que saber de todo: novelística rusa, taoísmo, freudismo con todas sus variantes, marxismo del rosado al escarlata, ocultismo, etcétera. El tango y la literatura recogen los estratos míticos de distintos momentos de la ciudad. Los quietos tiempos coloniales, hasta que nos picó la pérfida voluntad de ser, de existir. Las alternativas del aluvión inmigracional (somos uno de los pocos países que decidieron cambiar de raza y crearse una etnia de importación, "preferentemente europea"). Fue el tiempo de la prostitución masiva, del "camino de Buenos Aires" narrado por Albert London. Tiempo de cuchilleros y de sucios explotadores donde incautamente Borges creyó encontrar un culto de coraje. Sórdidos burdeles o departamentos exclusivos con cocó, gato de porcelana y champagne. El gallego Julio. La banda de los franceses. La horrible Zwi Migdal. Es el tiempo de Los Siete Locos. Anarquistas llenos de amor humanitario al poner su bomba en la cola del Consulado de Italia. Y siempre el tango. De Arolas, Villordo, Firpo, Bardi y el pibe Ernesto; a De Caro, Cobián, Fresedo y la generación del 40. Siempre el tango como alma, o el espejo musical del alma de la gran metrópolis. Años después –y luego del auge teatral–, los cines y cafés de la calle Corrientes serían el nuevo centro cultural. Es la etapa cinematográfica de Artistas Argentinos Asociados con su insólito desafío de cine nacional y latinoamericano. Serán los años del descubrimiento de Bergman y del neorrealismo italiano. El cine fue el último frente cultural de los porteños para alimentar sus charlas y comentarios. Entonces, la cultura se movía en el tejido de la sociedad como agua vivificante sin necesidad de que fuese impulsada por los entes municipales o gubernamentales. Y aunque disminuido el impulso, queda en Buenos Aires esa inconfundible evidencia de una ciudad que creció en relación con la cultura y la pasión creadora. El encanto, la sugestión o el poder de atracción de una ciudad podría ser calificado dentro de "lo inefable femenino". A veces hasta lo feo y desagradable gusta (la atroz edificación y la suciedad de la calle Corrientes bastaría para demostrar lo dicho). Cada porteño, cada amante de Buenos Aires, responde a la atracción con códigos secretos. Para algunos será la ciudad elegante que después de la peste de 1870 se concentró en los palacios afrancesados del barrio norte. Es la ciudad chic. La de los refinamientos que cautivaron a Evelyn Waught, a Ortega y Gasset y a tantos otros extranjeros que se encontraron con esa "Europa periférica" de Borges, pero todavía entusiasta, impulsada económicamente por una oligarquía que buscaba acercarse a la aristocracia por vía de la cultura. De ese místico resplandor quedan algunos palacios rodeados de grandes casas de departamentos. Pero queda el recuerdo y el sabor del refinamiento. Para otros, Buenos Aires será el recuerdo de tardes de infancia, patios de colegio, cuaderno San Martín y carpeta Rivadavia. Será el olor de la goma de borrar, el sol naciente del transportador de lata o el heladero en la siesta de verano que anunciaba sus modestas delicias. Podrá ser el Buenos Aires de calles largas y empedradas con las melenas de los plátanos esperando la brisa de la tarde. La ciudad de pared baja y patio hondo con plantas cuidadas a mano de madre. El misterio de los barrios profundos con la esquina del café siempre encendida. El enigmático gato que nos mira midiéndonos y se escurre entre las masetas del patio. Empedrado bajo la garúa. Sólo el tango pudo decirlas. Sólo el tango, con dos notas o dos versos, pudo aproximarse al sentimiento de la ciudad que nos contiene y sostiene. La ciudad es el espacio de nuestra singladura existencial. Aparece en nuestra vida como el espacio obvio y termina adentrándosenos. Se encarna. Con el tiempo comprendemos que nos vamos haciendo materia de su eternidad. La ciudad nos pertenece, pero también le pertenecemos. Pocas ciudades tienen tanto poder de seducción escondido en una presencia desilusionante, de aldeón extendido. Es un símbolo de fuerza creadora. Símbolo de la ocurrencia y la voluntad de ser de todo un país que supo crecer desde la planicie de nuestros tiempos coloniales y apropiarse de lo mejor de su época. Hoy veo a Buenos Aires con nostalgia por aquella voluntad de ser. Su aventura es casi la aventura de la modernidad que expira. Enfrenta un desafío apasionante: ¿podrá resistir su cultura, su encanto y su personalidad el embate del nuevo siglo o en el que arranca desde la quiebra y la desilusión? ¿Sabrá conducir, ser la gran capital, de esta Latinoamérica que debe consolidar su presencia de bloque cultural en el universo peligrosamente globalizado –movido por fuerzas anónimas– que tiende a uniformar todo lo que invade? ¿Nos protegerá como para que sigamos siendo nosotros mismos en el nuevo ciclo? ¿O nos quedaremos en el dolor de ya no ser?
Por Abel Posse - LA NACION 05.03.2006
* El autor de esta nota es escritor.
Ex embajador en la República Checa, Perú, la Unesco y España.
1 Comments:
En las "Memorias de mi suegro Salvador San Martin", en mis blogs, textuales, encontraras una Buenos Aires que condice con tus comentarios.
Edith
9:35 p. m.
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