- LA FRAGANCIA -
La fragancia de la fruta
Por Andrew Graham-Yooll
Extraño la fragancia de la fruta. No es que ya no exista; simplemente, parece no ser tan intensa. Es un asunto que no ha alcanzado niveles de drama nacional, si bien se considera seriamente en la cocina y en la mesa del café. Algunas veces se niega la diferencia, se atribuye el fenómeno al paso del tiempo, al cambio de formas de producción, etc. Pero lo cierto es que hay un desvanecimiento del perfume de las frutas que compramos todos los días.
Un cambio de opinión entre dos personas del barrio precipitó la decisión de visitar tres fruterías. Frente a éstas, parados en fila, inclinados sobre las cajas multicolores, aspiraron profundamente varias veces para verificar la intensidad de los olores que emanaban del interior de los comercios. Luego dieron cuatro pasos atrás para comparar lo detectado, ofreciendo a dueños y empleados de esas tiendas una escena quizá digna de chalecos de fuerza.
Es cierto que la producción de primavera y verano tiene un olor más fuerte que la de otoño e invierno, pero aun así los aromas han decaído. Y la decadencia se atribuye, en gran medida, al uso masivo del almacenaje y el transporte frigorífico de la producción que demandan las ciudades y, en menor grado, al cultivo intenso en invernaderos de plástico bajo luz artificial. No sabemos aun en qué medida afectan los agroquímicos el color y el olor de la producción frutícola y hortícola.
Quizá mal acostumbrado por una crianza de pueblo, habituado a que en la cocina siempre hubo fruta de producción propia o comprada en las viejas quintas (hoy transformadas en crucigramas inmobiliarios del Gran Buenos Aires) que rodeaban a Villa España, Ranelagh y Florencio Varela, entre otros, crecí con esos aromas. La posibilidad de arrancar un durazno del árbol, cosechar una canasta de pepinos, llenar un balde de chauchas que, al ser arrancadas de la planta, rozaban la palma con la pelusa de un terciopelo, eran privilegios que en su momento no fueron valorizados en toda su magnitud. Eran parte natural de la vida. A todo eso se agregaba el perfume de la tierra húmeda, de la que se sacaban paladas de papas nuevas con su olor de almidón fresco.
¿Quién no conoce la conmoción de todos los sentidos ante un buen tomate, por ejemplo?
Primero se siente la fragancia intensa de la piel. Antes de consumirlo, hay que observar con cuidado su color brillante, sin imperfecciones, suave a la caricia. La nariz y los ojos recorren todo esto detenidamente. Al abrir esa bola roja, el centro carnoso revela una visión sensual, de impacto fuerte y a la vez delicado. Corre el jugo delicioso, y cada trozo se retiene sobre la lengua para que tan precioso regalo de la naturaleza pueda ser saboreado.
Uno de mis varios hijos me ha informado que lamentar la decadencia del perfume de las frutas sólo puede provenir de una nostalgia fantasiosa cuyas percepciones nasales y sus construcciones sensuales están próximas a un desenlace final. Discrepo. No lo creo así; algo ha cambiado. Extraño el aroma intenso de las frutas.
Por Andrew Graham-Yooll: escritor y periodista
Revista LA NACIÓN
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