- LA PAZ -
La paz, un imperativo de la hora actual
La Guerra y la Paz
Desde hace un mes, la violencia ha vuelto a apoderarse del Líbano, de Gaza y, en menor medida, también de Cisjordania con una intensidad nunca antes vista. Sin embargo, las imágenes de horror y destrucción que constantemente transmiten las cadenas de televisión no han logrado que la comunidad internacional asuma un rol dinámico y decisivo en la concertación de un cese del fuego que suponga no sólo el imprescindible fin de las hostilidades, sino también la creación de un espacio en el que las partes puedan volver a conversar sobre las probables soluciones para construir una paz duradera.
Empantanados en el creciente caos de un Irak que parece encaminarse hacia la implosión, los Estados Unidos no transmiten la sensación de liderazgo propia de una nación que es la primera potencia mundial. Su imagen se ha deteriorado tanto, que el país no parece estar en condiciones de conducir solo el proceso de paz en Medio Oriente. Por el contrario, su prestigio se ha visto afectado por episodios tan lamentables como los de Guantánamo y Abu Ghraib, al punto de que hoy la nación genera grandes niveles de rechazo en los más diversos rincones del mundo.
Resulta imperioso, por lo tanto, que la comunidad internacional toda se sume decididamente a la búsqueda de la paz, en el ámbito de las Naciones Unidas y fuera de él. La Argentina, por su tradición en el campo internacional -con el ejemplo de Carlos Saavedra Lamas, Luis María Drago, José María Ruda y tantos otros- y por su obligación con las distintas comunidades que conviven armónicamente en su seno, debe ejercer un papel activo para que la paz prevalezca, particularmente en este momento en que todavía ocupa un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Si bien es cierto que existen paralelos entre la situación actual y la generada por la invasión israelí del Líbano en 1982 -cuyo objetivo era desalojar a la Organización de Liberación Palestina (OLP)-, el contexto geopolítico regional ha cambiado dramáticamente y por ello la posibilidad de una extensión del conflicto flota en el aire. Esto ocurrió a partir de la caída del régimen de Saddam Hussein, en Irak, por el resultado que parece haber tenido en el equilibrio interno del complejo mundo musulmán. Lo cierto es que, en las nuevas relaciones de poder, el eco de cada acción de violencia que sucede en Medio Oriente repercute profundamente y como nunca hasta ahora en toda la región. La prueba está en que hasta los regímenes moderados temen por la reacción de sus propios pueblos.
Israel se defiende y avanza militarmente en el terreno, pero parece estar perdiendo la guerra ante a la opinión pública, pese a haber sido llevado a ese enfrentamiento por Hezbollah, la organización terrorista a la que hasta ahora ha sido imposible desarmar. Los medios de comunicación masiva, al difundir las imágenes de lo sucedido en el destructivo ataque aéreo a Qana, alimentaron resentimientos y frustraciones similares a los producidos, en su momento, por los bombardeos de Fallujah, en Irak, o de Rafah, en el sur de Gaza, hace un par de años.
La proporcionalidad en las reacciones defensivas -exigida claramente por el derecho humanitario- parece haberse descontrolado. Es injustificable para los países que defienden los valores morales de la ética republicana aceptar la utilización de escudos humanos por Hezbollah, al igual que el bombardeo a civiles por Israel, pero tampoco se justifica que la comunidad internacional no adopte medidas para poner fin a los ataques con cohetes al territorio israelí. "La vigencia de los básicos principios morales del «no matarás», que hermana a las religiones monoteístas, es un recordatorio de la perplejidad que despierta la disputa en la zona y de la necesidad de la vigencia de dichos principios -como lo señaló Santiago Kovadloff en un reciente artículo en LA NACION-, ya que es una obligación moral que debe guiar todas las acciones humanas".
Es evidente que Hezbollah debe ser desarmado y que se debe permitir que el gobierno del Líbano ejerza efectivamente sus facultades soberanas en toda la extensión de su territorio. Porque Hezbollah no es sólo producto del resentimiento y de la siembra del odio, sino que lo es también del largo fracaso de las negociaciones de paz para solucionar un conflicto que se arrastra desde 1948. Cada uno de los recientes escenarios de esas negociaciones -Camp David, Taba, Ginebra, Oslo, y hasta la propia Beirut- aportó elementos para acercar a las partes al camino de la paz, pero terminó desnudando la intransigencia que conduce siempre al fracaso.
La hora reclama la máxima cooperación internacional para asegurar un rápido cese del fuego que sea capaz de perdurar, lo que supone evitar tanto las provocaciones como las reacciones de extrema dureza, para así poder reabrir las conversaciones de paz.
Al desplegar la fuerza multinacional que ahora se proyecta, el mandato debe ser claro y la capacidad de acción debe estar garantizada. Pero, por sobre todas las cosas, la comunidad internacional debe proveer el apoyo político sincero que la instancia requiere, cuidando no sólo de poner fin al horror de la violencia y sus secuelas, sino de exhortar a las partes a regresar con buena fe a la mesa de las negociaciones en busca de soluciones duraderas. Ha quedado claro que la demora en concretarlas sólo genera más pérdidas de vidas inocentes, odios, resentimientos, y una creciente desesperanza por parte de las víctimas directas del enfrentamiento.
La responsabilidad es de todos, cada uno en su medida y posibilidades, ciertamente, porque nadie en la comunidad internacional tiene derecho a permanecer indiferente ante un conflicto que puede derivar en consecuencias impredecibles para el mundo.
Editorial LA NACIÓN
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