- BAIRES SUCIA -
La mugre que nos avergüenza
Opinión La Nación 08.06.2006
Hay consenso mayoritario acerca de que nuestra ciudad está francamente sucia porque deprimentes y múltiples episodios cotidianos confirman que ha quedado muy superada la diplomática calificación de "falta de higiene". También hay acuerdo en que las autoridades locales deberían preocuparse por remediar ese desquicio. Y lo están haciendo, ciertamente, pero daría la impresión de que todavía faltan medidas de fondo acordes con la gravedad de esta ya endémica degradación.
Una ciudad sucia es una ciudad enferma, y falta de preocupación por la salud y el bienestar de sus habitantes. Admitir que la suciedad de Buenos Aires ya ha pasado de castaño oscuro ha sido una reiterada letanía en boca de varias gestiones gubernamentales porteñas, sin que ninguna de ellas haya dado en el clavo para eliminarla.
La acción combinada de la desidia y la incapacidad administrativas, la falta de idoneidad de las concesionarias de la limpieza de los espacios públicos y la pésima educación vecinal son los factores que han sumido a la metrópoli en una perenne capa de mugre. Es maloliente, repugnante a la vista y sanitariamente peligroso. Se trata de un vasto detrito proveniente del anárquico quehacer de los cartoneros; la desprejuiciada tarea de los recolectores de residuos, que riegan por el suelo casi tanta basura como la que depositan en los camiones; la indolencia de los paseadores y propietarios de perros; la negligencia de quienes sacan a cualquier hora las bolsas de desperdicios o las arrojan a la calle desde sus balcones.
Nadie se priva de ensuciar y pocos, muy pocos son los que se dedican a limpiar. Así, los peatones deben esquivar restos de alimentos, envases abandonados, descartes sanitarios y heces que convocan a canes y gatos abandonados, roedores hambrientos e insectos letales. A nadie parecería importarle, tanto que ya no es infrecuente tener que padecer la proximidad de seres humanos que alivian sus necesidades fisiológicas en plena calle -no sólo a altas horas de la madrugada-, sin que se le ponga límite a tan desvergonzado atentado al pudor.
Ahora el gobierno local se ha propuesto que los residuos sean discriminados entre secos y húmedos. No parece probable que tan sana intención pudiese prender con fuerza entre los que a fuerza de ensuciar sin tino han perdido en todo o en parte el sentido de la convivencia. Son más positivas, en cambio, las acciones educativas tendientes a que la gente tome conciencia de su irresponsabilidad y las multas que se les piensa aplicar a los vecinos que saquen a la calle sus desperdicios en días y horas inhabilitados para hacerlo. Dada la magnitud de la cuestión, ésos deberían ser apenas los primeros pasos de una magna empresa, dispuesta a lograr, cueste lo que cueste, que Buenos Aires recupere su perdida condición de ciudad limpia.
En esa sana pugna estarán en juego la preservación de la salud pública y de la estética urbanas, y la debida corrección de un gravísimo problema, la suciedad de los espacios públicos, cuya invasión impune tendría que avergonzarnos a todos, gobernantes y gobernados.
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