- MALOS AIRES Y MUCHO RUIDO -
- MALOS AIRES Y MUCHO RUIDO -
¿Hasta cuando los porteños tendremos que soportar tanta polución de todo tipo?
El Riachuelo, por ejemplo, se ha constituido en un icono de la falta de gestión y el abandono, que viene desde siempre, pero se agrava día a día con el desdén del GCBA, los municipios circundantes correspondiente y de la Provincia de Buenos Aires.
¿Cómo es posible que desde el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, no se controle el impacto visual y el deterioro del espacio público? Veredas, calles, tránsito, sendas peatonales, espacios verdes, baches, negocios, robos de placas y monumentos, paredes pintadas, botellas tiradas, vidrios, deposiciones caninas, etc.
De la seguridad, mejor ni hablar: robos, casas tomadas, inseguridad, arrebatos en subterráneos, plazas y parques, etc. Seguimos sumando muertos por distintas causas todos los días: trabajo esclavo e inhumano, accidentes en la vía pública, falta de mantenimiento en ascensores, vencimiento y falta de matafuegos, etc.
Qué hace el GCBA para que los inescrupulosos de siempre, no hagan de la Capital Federal de la República Argentina, una suerte de "viva la pepa" ó "hago lo que se me canta la realísima gana"
No hay controles... todo se puede y el slogan es: ¡me importa un rábano del prójimo! Pero la culpa es siempre de las autoridades, que no toman en sus manos la problemática ciudadana y nunca del chancho.
Para que NO tengamos los dramas cotidianos, a los que nos tienen acostumbrados en "La Ciudad de la Furia", debemos controlar y NO permitir "infracciones menores" para no padecer los problemas superiores. Se trata de no ser permisivos y hacer respetar a rajatabla la ley u ordenanzas vigentes... nada más ni nada menos. ¡Se puede! Se debe poner voluntad.
Esta es una nota que llama a la reflexión sobre uno de los tantos aspectos preocupantes:
La dictadura del ruido en Buenos Aires (Nota de Santiago Kovadloff – La Nación)
Lo sabemos. Lo padecemos todos. Ya es imposible caminar por Buenos Aires sin exponerse al estruendo aplastante de sus calles. De sus calles, de tantos de sus negocios, del griterío de sus transeúntes y de los consumidores de celulares, esa nueva secta de desaforados que empuñan sus teléfonos móviles a los gritos sin considerar dónde se encuentran e imponiéndonos lo que no nos importa. La polución sonora, esa catástrofe ambiental que envilece no menos que la suciedad del aire, la aglomeración, la miseria, la basura desparramada y la invasión del espacio público mediante un aluvión de carteles de proporciones patológicas y despiadadas, contribuye a hacer de Buenos Aires una capital agónica. Su pavorosa expansión viene a probar que la exclusión multiplica entre nosotros sus recursos operativos. Aturdidos por la avalancha de ruidos que se entreveran y potencian, la ciudad nos expulsa también de esta manera: ensordeciéndonos. Así, más que el sitio donde los porteños vivimos, Buenos Aires ha pasado a ser el patético escenario donde duramos aturdidos y aturdiéndonos. Sólo Hong Kong y San Pablo tienen el triste privilegio de preceder a Buenos Aires entre las ciudades más ruidosas del mundo. El Departamento de Acústica y Electroacústica de la Universidad de Buenos Aires advirtió recientemente que, en las últimas tres décadas, el nivel del ruido en la Capital Federal se había triplicado. Supera en la actualidad los 70 decibeles. Más allá de los 90 decibeles, sentencia la Organización Mundial de la Salud, los sonidos pasan a ser dañinos. Este, por lo demás, es el nivel que, con absoluta impunidad, se alcanza en los locales que frecuentan para bailar nuestro chicos y adolescentes. Por supuesto, los primeros infractores son, en tal sentido, quienes deberían imponer y resguardar la ley, tanto dentro como fuera de los boliches. Las autoridades insensibles a estas brutales evidencias de degradación urbana son por lo tanto los cómplices preferenciales de este festín de la barbarie auditiva. Pero la cultura del estruendo va más allá de ellos. Es un siniestro "bien" colectivo. Un valor reivindicado en los medios de comunicación, en los de transporte, en el tono con que nuestros políticos se dirigen a la gente, en los locales donde se come y se bebe. Los estadios deportivos ya no pueden jactarse de concentrar entre sus muros el monopolio del estruendo. Todos los espacios públicos se han convertido en Buenos Aires en escenarios de ruido inclemente, en prueba de un brutal desinterés por la discreción. El ruido es dictatorial, una imposición generalizada e implacable. ¿Cómo no bendecir esas horas de la noche o del fugaz amanecer en las cuales el silencio envuelve otra vez la ciudad? Sin embargo, esas horas son, entre nosotros, cada vez menos. Bombardeados por un aluvión de sonidos disímiles, antagónicos e igualmente hirientes, se diría que nos hemos vuelto sordos a las evidencias de esta profunda enajenación acústica. "El ruido permanente obliga a la gente a hablar a los gritos -escribe Juan José Sebreli-, agregando de este modo confusión, una sensación agobiante de caos y la consiguiente agresividad y nerviosismo crónico." El silencio es temido. Se lo presiente y se lo siente como amenaza, como intemperie, como un intruso indeseable que priva de la serenidad y del aplomo que, en cambio, parece brindar el estruendo. La degradación del centro y los barrios mucho debe a la proliferación visual y sonora de la desmesura. Lo hiper, lo mega, lo super y macro son también, en lo que hace a este punto, una aterradora realidad. En una comunidad tan fragmentada como la nuestra no puede sorprender la abundancia de violencia auditiva. Es una señal, por no decir un síntoma, de aislamiento, de intolerancia al prójimo, de ineptitud para la convivencia. Impermeables a todo lo que no sea la supremacía del yo sobre el nosotros, nos encerramos todos, cada cual en su juego. El juego siniestro de la incomunicación y el desprecio.
Por Santiago Kovadloff - La Nación 16.04.2006
Simplemente, preguntándole a cualquier porteño, que está mal, que cambiaría, que le parece que se debería hacer, se podría obtener un diagnóstico bastante preciso de las necesidades insatisfechas de la ciudadanía. Recursos hay, solo se trata de cambiar y gestionar para la gente.
La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es un espacio muy grande, que además es una suerte de vidriera del país...la puerta de entrada a la Argentina, con un efecto multiplicador y dominó, muchas veces.
No perdamos el tren y aprovechemos la oportunidad de hacer las cosas bien.
Ricardo A. Carrasquet
Realizador Audiovisual
carrasquet@fibertel.com.ar
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